Las mandrágoras (The Mandrakes)

Translation of Clark Ashton Smith by Enric Navarro

GILLES GRENIER EL HECHICERO y Sabine, su esposa, procedentes del Bajo Averoigne, de lugares desconocidos o que incluso no constan en ningún mapa, habían elegido con sumo cuidado el emplazamiento de su cabaña, cerca de las marismas cuyas aguas estancadas el río Isoile, una vez superado el gran bosque, estría en canales de aguas inmutables, infestadas de juncos, estanques abotagados de juncias, cubiertos de espuma como los potingues de las brujas. La casa se alzaba entre mimbreras y alisos sobre un pequeño montículo. Y enfrente, orientado a las marismas, había un pequeño prado hundido en tierra rojiza donde crecían los cortos y gruesos tallos con pobladas hojas de mandrágoras cuyo tamaño y abundancia superaban el de cualquier otra marca de la provincia donde latiese la brujería.

Gilles y Sabine empleaban las raíces carnosas y bifurcadas de aquella planta, que en opinión de muchos eran semejantes a las extremidades del cuerpo humano, para confeccionar filtros amorosos. Sus pociones, preparadas con muchísimo esmero y astucia, enseguida adquirieron reputada fama entre la gente común de las villas; incluso recibían pedidos de las clases más elevadas, que acudían de incógnito a la cabaña. Se afirmaba que las pociones producían sorprendentes efectos aun en los corazones más fríos y distantes, que hendían las corazas de las almas más virtuosas y castas.

Así pues, la demanda aquellas pócimas magistrales devino enorme. Además, la pareja de hechiceros elaboraba preparados más sencillos para pequeños hechizos y diversas artes adivinatorias. Y según la creencia popular, Gilles leía perfectamente los dictados de las estrellas. Teniendo en cuenta la mentalidad del siglo XV, cuando ciencia y brujería aún iban indiscerniblemente unidas, no es de extrañar que tanto él como su mujer gozasen de excelente reputación. Nadie los acusaba de echar maleficios. Y como los bebedizos habían promovido la celebración de un buen número de matrimonios, la Iglesia local estaba contenta porque se arreglaban bien los asuntos ilícitos surgidos a partir de tales prácticas.

Aun así, al principio hubo quien desconfió de Gilles; con cierto temor murmuraban que lo habían expulsado de Blois, pues en aquella zona había la creencia popular de que todos los llamados Grenier eran hombres lobo. Pusieron de relieve su abundante cabellera, el espeso vello negro de las manos y una barba que prácticamente le nacía a la altura de los ojos. Pero en líneas generales, se juzgó que aquellas aseveraciones carecían de fundamento, y que en Gilles no se apreciaban signos ni actitudes propios de la licantropía. Y al poco, a causa de los motivos expuestos antes, los escasos detractores se vieron completamente superados por la tácita aceptación popular que consiguieron sus prácticas.

En realidad apenas nada se sabía de ellos, ni siquiera los visitantes asiduos. Mantenían la discreción propia de los que se mueven entre misterios y hechizos. Sabine, atractiva mujer con ojos grisazulados y cabello color del trigo, aspecto del todo opuesto al de una bruja tradicional, era ostensiblemente más joven que Gilles, con el pelo y la barba ya maculados por la edad. Algunos clientes rumoreaban que, a menudo, se los oía enzarzados en violentas discusiones. Por supuesto, la gente enseguida se burló, diciendo que la causa de tales disputas domésticas era la confección de los filtros. Pero aparte de estas trivialidades, de poco más se podía hablar. Las contrariedades conyugales de Gilles y Sabine, graves o insustanciales, para nada interferían en los magníficos resultados de sus bebedizos.

Tan poco se notaba la presencia de Sabine que incluso cinco años después de instalarse en Averoigne, los clientes y los vecinos tardaron mucho en percatarse de que Gilles estaba solo. El hechicero respondió que su esposa había emprendido un largo viaje para visitar a los parientes de una lejana provincia. Nadie puso en duda aquellas explicaciones ni se cayó en la cuenta de que nadie la había visto marcharse.

A mediados de otoño, de un modo impreciso y parco Gilles dijo a los que le preguntaron que al menos no regresaría hasta poco antes de la primavera. Aquel año el invierno no solo llegó antes de lo previsto, sino también se demoró más de lo normal: fuertes nevadas y ventiscas azotaron el bosque y las tierras altas, y sojuzgaron las ciénagas con una espesa capa de hielo. Fue una estación dura, dominada por las privaciones. Cuando advino la ansiada primavera, las flores cubrieron los prados y brotaron las hojas en los alisos, muy pocos pensaban en la ausencia de Sabine. Y más adelante, cuando las manzanas sucedieron a las campanillas púrpura de las mandrágoras, su prolongada ausencia dejó de alimentar los temas de conversación.

También parecía que la ausencia no incumbiese para nada a Gilles, plácidamente dedicado a sus libros y marmitas, a la recolección de hierbas y raíces para las fórmulas mágicas. Obraba como si supiera a ciencia cierta que su esposa ya no regresaría jamás. Y es que en realidad la había matado un atardecer de otoño, en el curso de una ácida disputa. En defensa propia, le había arrebatado el cuchillo con el que lo amenazaba y le había abierto el pálido y delicado cuello. Acto seguido, la enterró a la luz de los últimos rayos de la luna, en el prado de las mandrágoras, procurando tapar bien la tierra removida como si, en realidad, hubiese estado plantando nuevas raíces.

Cuando el deshielo también llegó al prado, ya no estaba seguro del lugar exacto en el que había sepultado el cadáver. Ahora bien, a medida que avanzaba la primavera, se apercibió de que en una de las zonas las mandrágoras crecían con mayor profusión que en el resto. Fue allí donde llegó a pensar que yacía el cuerpo de Sabine. Lo visitaba con frecuencia, y no podía evitar sonreírse con complacida y clandestina ironía, en vez de preocuparse porque gracias a aquel osario las mandrágoras brotasen y crecían como en ninguna otra parte. A decir verdad, también era paradójico que el destino lo hubiese llevado a hacer del prado un cementerio familiar.

El asesinato de su esposa no le suscitaba ningún sentimiento de culpabilidad. Desde el principio habían vivido como el perro y el gato. Sabine tenía un carácter endiabladamente fuerte y ladino. Nunca había amado a aquella taimada bruja; cuando lo dejaba solo se sentía infinitamente mejor, sin soportar sus continuos sarcasmos, su mirada ceñuda, sin temer que sus largos dedos y afiladas uñas le desenredasen la barba.

Como había previsto, con la primavera la demanda de sus filtros amorosos subió como la espuma. Los hombres y mujeres de la vecindad acudían constantemente, tanto los galanes que pretendían asaltar los muros de la virtud como las esposas que ansiaban recobrar la ilusión de sus primeros días de matrimonio, o las mujeres crepusculares que deseaban rejuvenecer con el ardor de hombres jóvenes. Por eso, de nuevo tuvo que dedicarse a abastecer bien sus existencias en pócimas amorosas. Para tal efecto, se dirigió al prado de noche, bajo la luna llena de mayo, en busca de raíces recién salidas con que elaborar sus bebedizos.

Con una sonrisa algo perversa, comenzó a seleccionar las plantas, bañadas por la luz argéntea de la luna, que crecían justo donde estaba enterrada Sabine. Con una peculiar paleta hecha a partir del fémur de una bruja, comenzó a desenterrar con mucho cuidado las raíces en forma de hombres diminutos. Aunque completamente familiarizado con las formas extrañas y en cierto manera humanas de la mandrágora, el aspecto de la primera raíz que extrajo lo sorprendió. Inusualmente grande y pálida, cuando se la acercó a los ojos para examinarla mejor vio que sus formas y extremidades ¡eran las propias de una mujer, proporcionada por el justo medio y con los diez dedos de los pies claramente distinguibles! Carecía de brazos y, sin embargo, el pecho estaba formado por una gran mata de hojas ovales.

Gilles se sorprendió sobre todo por el modo en que la raíz semejó girarse y contorsionarse de dolor cuando la arrancó de la tierra. La dejó caer súbitamente y el minúsculo ser se quedó temblando sobre la hierba. Tras reflexionar un poco, juzgó que aquel prodigio era de naturaleza demoniaca y siguió escarbando. Para su sorpresa, la siguiente raíz se parecía extraordinariamente a la anterior. Y la media docena más que extrajo eran la exacta y burda reproducción en miniatura de una mujer de la cabeza a los pies. Y sumido en el desconcierto más absoluto, se dio cuenta del singular parecido que guardaban con la difunta Sabine.

Este hallazgo perturbó profundamente al hechicero, pues superaba aun su enorme capacidad para comprender lo inexplicable. Aquel milagro, divino o diabólico, empezó a cobrar un cariz siniestro e inquietante. Era como si la esposa asesinada hubiera regresado, o que las mandrágoras hubiesen forjado una impía imitación de ella. Le temblaba el pulso cuando se dispuso a desenterrar otra raíz; por eso trabajó con un cuidado menor del acostumbrado y, sin querer, con la paleta de hueso la partió torpemente.

Reparó en que había hendido uno de los minúsculos tobillos. Al mismo tiempo, un grito agudo y lleno de reprobación, parecido al de la voz de Sabine mezclado con furia y dolor, semejó perforarle los oídos pese a percibirlo de forma muy atenuada, como si lo hubiese emitido desde muy lejos. El grito cesó y no lo volvió a oír. Hórridamente aterrorizado, Gilles se dio cuenta de que se había quedado contemplando fijamente la paleta: en ella brillaba una mancha oscura del color de la sangre. Temblando de pies a cabeza, tiró de la raíz mutilada para descubrir que de ella emanaba un líquido parecido a la sangre. Al principio, desarmado por el miedo y algunos escrúpulos, tuvo la intención de enterrar los despojos mutilados y cuyo obsceno parecido con Sabine lo atormentaba. Los escondería en lo más recóndito, fuera de su vista y la de otros; de no ser así, acaso alguien llegaría a sospechar de él o incluso lo acusaría de asesinato.

Sin embargo, comenzó a calmarse. Se le ocurrió pensar que, aunque las viesen otros, aquellas raíces se podrían contemplar como un mero capricho natural, no tenían por qué revelar su delito, puesto que muy pocos identificarían un auténtico parecido con Sabine. Asimismo, pensó que aquellas raíces quizá manifestarían propiedades extraordinarias con las que fabricar pociones de efectos increíbles en cuanto a poder y eficacia. Venciendo por completo sus temores iniciales y la repulsa que le inspiraba la situación, llenó un cesto de mimbre con las figurillas temblorosas y de cabeza vegetal. Retornó a la cabaña, sopesando las posibilidades que le podría reportar semejante fenómeno, menoscabando los normales prejuicios que cualquier otro sentiría en idéntica situación.

Gracias a su manifiesta audacia, cuando se dispuso a aderezarlas para el caldero no le perturbó en absoluto el hecho de descubrir que las mandrágoras estaban bañadas en una sustancia sanguinolenta. Consideró que los borboteos frenéticos del caldo, hirviente y espumoso como la saliva de un demonio, se debían a las excepcionales propiedades de tamaños ingredientes. Incluso osó elegir la raíz con las formas más parecidas a una mujer para colgarla en medio de la cabaña, junto a otras hierbas y componentes, con la intención de consultarla cual oráculo del futuro, como se usaba entre hechiceros.

Los nuevos filtros fueron adquiridos por ávidos clientes. Gilles se arriesgó a recomendarlos para vencer las más arduas virtudes, ya que según él sus propiedades inundaban de pasión los pechos más inasequibles y marmóreos; incluso eran capaces de inflamar la pasión de un muerto.

Ahora, al recordar esta antigua leyenda de Averoigne, creo que se dijo que el impío brujo, sin temer a Dios ni al diablo, osó cavar nuevamente en la zona donde yacía Sabine para extraer muchos más ejemplares de raíces blancuzcas y con formas femeninas, las cuales gritaban desesperadas bajo la luz de la luna o movían sus miembros compulsivamente. Y todos los ejemplares que sacó se parecían sobremanera a la difunta Sabine en miniatura, de la cabeza a los pies. Y a partir de ella compuso nuevos filtros para venderlos cuando se presentase la ocasión.

Sin embargo, nunca llegó a vender estas últimas creaciones, y de las primeras sólo vendió unas pocas debido a las tremendas y calamitosas consecuencias que conllevaron su prescripción. Quienes las tomaron, hombres o mujeres, no se sintieron invadidos por la más inflamada de las pasiones, como era deseable, sino que les atacó una oscura ira, una locura satánica que les impelía de modo irresistible a agredir y aun matar a quienes mediante el bebedizo habían buscado prender en ellas la llama de amor. Así, los maridos se volvieron contra las mujeres, las muchachas contras quienes las cortejaban, con palabras insufladas de odio y acciones deplorables. Un joven galán que había acudido a la cita prometida fue acometido por una mujer vengativa que le clavó en el rostro sus afiladas uñas y le abrió sangrantes canales. Una dama que había creído salir vencedora del torneo amoroso fue maltratada hasta morir por su caballero, hasta entonces dechado de cortesía y respeto.

Tal revuelo armaron aquellos sucesos que se pensó que había una invasión de demonios. Al principio se creyó que todos aquellos hombres y mujeres enajenados estaban poseídos por el diablo. Pero cuando salió a colación el uso de las pociones y se vio claramente de quién procedían, la carga de toda la culpa recayó sobre los hombros de Gilles Grenier, que fue acusado de brujería tanto por las leyes eclesiásticas como las civiles.

Los oficiales encargados de arrestar a Gilles lo encontraron al atardecer en su cabaña, inclinado y murmurando sobre un caldero lleno de espuma y que borboteaba con un fluido que hervía cual detritus del Flegeto. Penetraron y lo prendieron por sorpresa. No ofreció resistencia, pero sí mostró una gran sorpresa cuando le explicaron los devastadores efectos que habían causado sus filtros. No alegó nada en favor ni en contra de las acusaciones de brujería.

A punto de llevárselo prisionero, los oficiales percibieron una voz muy débil y trémula que salía de las sombras de la cabaña, donde colgaban manojos de hierbas y plantas, así como aperos propios de la brujería. Lo parecía emitir una extraña raíz, dividida justo por el lugar que podría equivaler a la cintura de una mujer y ennegrecida por el fuego del caldero. Uno de los oficiales creyó reconocer en ella la voz de Sabine, la esposa del brujo. Todos juraron que la habían oído perfectamente pronunciar estas palabras: "En lo más profundo del prado, donde más crecen las mandrágoras".

Petrificados de espanto por las misteriosas palabras y por la repulsiva apariencia humana de la planta, aquel fenómeno lo atribuyeron al influjo de Satanás. Asimismo, no sabían qué pensar de aquellas palabras. Preguntaron a Gilles con mucha insistencia, pero el brujo se negó a cooperar. Fue su nerviosismo ante tales cuestiones lo que finalmente les decidió ir a examinar el sitio señalado por la voz.

Comenzaron a cavar alumbrados por linternas. Hallaron gran cantidad de raíces y, por debajo, apareció el cadáver de una mujer en el que aún se distinguían los rasgos de Sabine. A consecuencia del descubrimiento, Gilles Grenier fue acusado de brujería y de uxoricidio. Lo declararon culpable de ambos delitos, aunque él negó firmemente cualquier imputación de intencionalidad en los efectos de los filtros. En cuanto al asesinato, alegó que la había matado en defensa propia. Lo colgaron en la horca, junto a otros asesinos, y su cadáver fue quemado en la hoguera.

English original: Las mandrágoras (The Mandrakes)

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