El coloso de Ylourgne (The Colossus of Ylourgne)

Translation of Clark Ashton Smith by Arturo Villarubia

I: LA FUGA DEL NIGROMANTE

El tres veces infame Nathaire, alquimista, astrólogo y nigromante, con sus diez discípulos que le había dado el diablo, se había marchado muy repentinamente en circunstancias de estricto secreto de la ciudad de Vyones. La opinión común, entre la gente del vecindario, era que su marcha se había visto empujada por un saludable miedo a las empulgueras y a las hogueras eclesiásticas. Otros brujos, menos famosos que él, ya habían sido conducidos a la estaca durante un año de inusual celo por parte de los inquisidores; y era bien sabido que Nathaire había incurrido en la desaprobación de la Iglesia. Pocas personas, por tanto, consideraban un misterio las razones de su marcha, pero los medios de transporte que había empleado, así como el destino del hechicero y sus discípulos, eran considerados más que problemáticos.

Corrían un millar de rumores, oscuros y supersticiosos; y los transeúntes hacían la señal de la cruz cuando pasaban cerca de la elevada y siniestra casa que Nathaire había construido a una proximidad blasfema de la gran catedral y que había llenado con muebles de un lujo y una rareza satánicos. Dos ladrones valientes, que habían penetrado en la mansión cuando el hecho de que estaba abandonada se confirmó, informaron que muchos de sus muebles, así como los libros y el resto de las propiedades de Nathaire, habían partido aparentemente con su dueño, sin duda hacia la misma frontera. Esto sirvió para aumentar el terrible misterio, porque era evidentemente imposible que Nathaire, con sus diez aprendices, con varios carros llenos de mobiliario, pudiese haber atravesado las puertas de la ciudad, siempre vigiladas, de ninguna manera legítima sin el conocimiento de sus guardianes. Y, según decían los más religiosos y devotos, el archidemonio, con una legión de asistentes alados como murciélagos, se los había llevado en una medianoche sin luna. Había clérigos, y también respetables ciudadanos, que decían haber visto el vuelo de oscuras formas, parecidas a hombres, contra las borrosas estrellas junto a otras que no eran hombres, y haber escuchado los gritos quejosos del grupo, destinado al infierno, mientras desaparecían en medio de una nube maléfica a través de las murallas y los tejados de la ciudad.

Otros pensaban que los hechiceros se habían marchado de Vyones utilizando sus propias artes diabólicas, y se habían retirado a algún desierto poco frecuentado donde Nathaire, quien había tenido mala salud desde hacía largo tiempo, pudiese morir en medio de la paz y serenidad de que puede disfrutar alguien que se encuentra entre las llamas de un auto de fe y las de Abaddon. Se decía que había hecho su horóscopo, por primera vez en sus cincuenta y pico años, y había leído allí la inmediata conjunción de planetas desastrosos que significaban una muerte temprana.

Todavía otros, entre los que se encontraban ciertos astrólogos rivales y hechiceros, decían que Nathaire se había retirado de la vista del público simplemente para poder comunicarse sin interrupción con varios demonios ayudantes, y así poder tejer, sin ser molestado, los negros hechizos de una malicia suprema y licantrópica. Estos hechizos serían a su debido tiempo sentidos sobre Vyones, daban a entender, y quizá sobre la región de Averoigne entera; y sin duda tomarían la forma de una peste terrible, una invasión de buitres, o una incursión por todo el reino de íncubos y súcubos.

Entre el palpitar de extraños rumores, fueron recordadas muchas historias medio olvidadas, y nuevas leyendas fueron creadas de la noche a la mañana. Se sacó mucho partido del oscuro nacimiento de Nathaire y de su sospechoso vagabundeo antes de establecerse, seis años atrás, en Vyones. La gente dijo que había sido engendrado por un demonio, como el afamado Merlín, siendo su padre nada menos que un personaje como Alastor, el demonio de la venganza, y su madre una bruja deforme y enana. Del primero había recibido su mezquindad y maldad; de la segunda, su físico rechoncho y ridículo.

Había viajado por tierras orientales y aprendido de maestros egipcios o sarracenos el arte maldito de la nigromancia, en cuya práctica no tenía rival. Había negros susurros respecto al uso que había dado a cuerpos largo tiempo muertos, a huesos sin carne, y los servicios que había conseguido de hombres muertos a quienes tan sólo el séptimo ángel podía despertar legítimamente. Nunca había sido popular, aunque muchos habían buscado sus consejos y ayuda para el progreso de sus propios asuntos, más o menos turbios. Una vez, al tercer año de su llegada a Vyones, había sido apedreado en público a causa de sus aborrecidas nigromancias, y quedó cojo para siempre gracias a un pedrusco bien apuntado. Esta afrenta, se pensó, él nunca la había perdonado; y se decía que respondía al antagonismo de los clérigos con el odio fiero de un Anticristo.

Aparte de las brujerías maléficas y los abusos que por lo general se sospechaban de él, se le había considerado desde hacía tiempo como a un corruptor de la juventud. Pese a su mínima estatura, su deformidad y su fealdad, poseía un poder digno de ser tenido en cuenta, una capacidad de persuasión mesmeriana, y sus discípulos, a quienes se decía que él había arrojado a un sinfín de perversiones necrófilas, eran hombres jóvenes que ofrecían las más brillantes promesas. En conjunto, su marcha fue considerada como una oportuna liberación del mal.

Entre la gente de la ciudad hubo un hombre que no participó en los siniestros rumores ni en las espeluznantes especulaciones. Este hombre era Gaspard du Nord, él mismo un estudiante de las ciencias prohibidas, quien había estado durante un año entre los discípulos de Nathaire, pero había elegido retirarse tranquilamente del hogar del maestro después de descubrir las barbaridades que acompañarían una iniciación más avanzada. Él, sin embargo, se había llevado consigo muchos conocimientos raros y singulares, junto con una cierta comprensión de los temibles poderes y los motivos, oscuros como la noche, del nigromante.

A causa de sus conocimientos y de su comprensión, Gaspard prefirió guardar silencio cuando conoció la marcha del nigromante. Además, no le parecía bien revivir el recuerdo de su pasado pupilaje. Solo con sus libros, en un ático austeramente amueblado, fruncía el ceño sobre un espejo pequeño y oblongo, enmarcado con un arabesco de víboras doradas que había sido anteriormente propiedad de Nathaire.

No era el reflejo de su rostro agraciado y juvenil, aunque sutilmente arrugado, lo que le hacía fruncir el ceño. En verdad, el espejo era de un tipo distinto del que refleja las facciones de quien se mira. En sus profundidades, durante unos instantes, había contemplado una escena extraña y ominosa, cuyos participantes le resultaban conocidos, pero cuya situación no conseguía reconocer ni localizar. Antes de que pudiese estudiarla con detalle, el espejo se había nublado como si se alzasen vapores de un experimento de alquimia, y él no había visto nada más.

Este nublar, reflexionó, sólo podía significar una cosa: Nathaire se había sabido vigilado y había lanzado un contrahechizo que había dejado inútil el espejo vidente. Fue el darse cuenta de este hecho, junto con el breve y siniestro vistazo a las actividades actuales de Nathaire, lo que preocupaba a Gaspard y provocaba que un horror frío se acumulase lentamente en su mente: un horror que todavía no había encontrado una forma palpable o un nombre.

II: LA REUNIÓN DE LOS MUERTOS

La marcha de Nathaire y sus discípulos ocurrió a finales de la primavera de 1281, durante la oscuridad entre las puestas de luna. Después, una luna nueva creció sobre los campos floridos y los bosques de brillante hojarasca, y menguó con un fantasmal color plateado. Con su mengua, la gente comenzó a hablar de otros magos y de misterios más recientes.

Entonces, durante las noches sin luna de principios del verano, llegaron una serie de desapariciones más antinaturales e inexplicables que la del malvado mago enano.

Un día se descubrió, por enterradores que habían acudido temprano a su tarea en un cementerio fuera de las murallas de Vyones, que no menos de seis tumbas recientemente ocupadas habían sido abiertas, y los cuerpos, que eran de ciudadanos respetables, robados. Al ser examinadas de cerca, resultó más que evidente que esta sustracción no había sido cometida por ladrones. Los ataúdes, que yacían inclinados o levantados verticalmente de la tumba, ofrecían todas las apariencias de haber sido hechos pedazos desde dentro mediante la utilización de una fuerza sobrehumana; y la tierra fresca estaba revuelta, como si los hombres muertos, a consecuencia de una terrible resurrección fuera de tiempo, se hubiesen abierto camino cavando hasta la superficie.

Los cadáveres habían desaparecido sin dejar rastro, como si el infierno se los hubiese tragado, y, hasta el punto que podía saberse, no había testigos de su destino. En aquella época, plagada de demonios, sólo una explicación de lo sucedido parecía creíble: los demonios habían entrado en las tumbas y, tomando posesión corporal de los muertos, les habían hecho levantarse y partir. Para la consternación y el horror de todo Averoigne, la extraña desaparición fue seguida con rapidez enfermiza por muchas otras de una clase parecida. Era como si una invocación oculta, irresistible, hubiera sido pronunciada para los muertos. Cada noche, durante un periodo de dos semanas, los cementerios de Vyones y también los de otras ciudades, pueblos y aldeas, entregaban su horrible cuota de inquilinos. Desde tumbas con aldabas de bronce, desde fosas comunes, desde agujeros superficiales sin consagrar, desde las bóvedas con puerta de mármol de iglesias y catedrales, el extraño éxodo seguía sin cesar.

Peor que esto, si tal cosa fuese posible, los cadáveres recién conducidos al cementerio saltaban de sus tumbas o catafalcos, y, haciendo caso omiso de los horrorizados espectadores, se adentraban con grandes saltos de frenesí automático en la noche, para no volver a ser vistos nunca más por aquellos que los lamentaban.

En todos los casos, los cuerpos pertenecían a hombres jóvenes y fuertes que habían muerto recientemente a causa de la violencia o de un accidente antes que de una enfermedad consuntiva. Algunos eran criminales que habían pagado el precio por sus fechorías; otros eran guardias o condestables muertos en el cumplimiento de su misión. Entre ellos se contaban caballeros que muchos eran las víctimas de las cuadrillas de bandidos que infestaban Averoigne en aquel entonces. Había monjes mercaderes, nobles, vasallos, pajes y sacerdotes; pero nadie, en ningún caso, que hubiese dejado atrás la flor de la vida. Los viejos y los débiles estaban a salvo de los demonios animadores.

La situación era considerada por los más supersticiosos como una verdadera señal del próximo fin del mundo. Satán iba a la guerra, junto a sus cohortes, y conducía los cuerpos de los santos muertos a una cautividad en el infierno La consternación aumentó cien veces cuando quedó claro que ni siquiera la más generosa salpicadura de agua bendita o la realización de los exorcismos más terribles y pertinentes resultaban eficaces como protección ante esta violación demoniaca. La Iglesia se reconoció incapaz de hacer frente a este extraño mal; y las fuerzas de la ley secular no podían hacer nada para frenar o castigar la agencia intangible.

A causa del miedo universal que prevalecía, no se hizo esfuerzo alguno para seguir los cadáveres desaparecidos. Historias repugnantes, sin embargo, fueron contadas por caminantes retrasados que se habían encontrado con estos seres, recorriendo solos o en compañía las carreteras de Averoigne. Daban la impresión de estar sordos, atontados, completamente privados de cualquier inteligencia, y de apresurarse con una velocidad y una seguridad horribles hacia algún objetivo remoto, predestinado. La dirección general de su huida, pareció, era hacia el este; pero sólo al final del éxodo, que había contado con varios cientos de personas, empezó alguien a sospechar cuál era el destino concreto de los muertos.

El destino, de alguna manera, se rumoreaba, era el ruinoso castillo de Ylourgne, más allá de los bosques plagados de hombres lobos, en las colinas exteriores, casi montañosas, de Averoigne.

Ylourgne, una gran pila escarpada que había sido construida por una dinastía de malvados barones ladrones, era un lugar que hasta los pastores de cabras preferían evitar. Se decía que los espectros coléricos de sus sangrientos señores paseaban turbulentamente por sus ruinosos salones, y los residentes de este castillo eran los muertos vivientes. Nadie quería vivir a la sombra de sus muros, construidos sobre un abismo, y la morada más próxima de hombres vivientes era un monasterio de monjes cistercienses a más de una milla en la cuesta opuesta del valle.

Los monjes de esta austera hermandad mantenían escaso comercio con el mundo exterior más allá de las colinas, y pocos eran los visitantes que buscaban ser admitidos por sus portales de altos arcos. Pero, durante aquel terrible verano, una extraña e inquietante historia salió del monasterio para recorrer toda Averoigne, siguiendo a las desapariciones de los muertos.

Comenzando el final de la primavera, los monjes cistercienses se vieron obligados a tomar nota de variados fenómenos extraños, visibles desde sus ventanas, en las viejas ruinas, largo tiempo abandonadas, de Ylourgne. Habían contemplado luces que llameaban donde ninguna luz debía brillar; llamas de un misterioso azul y escarlata que temblaban detrás de las murallas rotas cubiertas de musgo, o se alzaban hacia el este sobre las almenas irregulares. Sonidos espantosos habían salido de las ruinas durante la noche, junto con las llamas, y los monjes habían escuchado un estrépito como de yunques y martillos infernales, el resonar de gigantescas mazas y armaduras, y habían considerado que Ylourgne se había convertido en un lugar de reunión de los demonios. Olores mefíticos, como el del azufre y el de la carne quemada, habían flotado a través del valle, e incluso durante el día, cuando los ruidos guardaban silencio y las luces ya no llameaban, una delgada capa de vapor de un azul infernal flotaba sobre los bastiones.

Estaba claro, pensaban los monjes, que el lugar había sido tomado desde abajo por seres subterrestres; pero nadie había sido visto aproximándose a través de las desnudas y abiertas pendientes y riscos. Observando estos signos de la actividad del Archienemigo en la vecindad, se persignaban con nuevo fervor y frecuencia, y decían sus Paters y sus Aves más interminablemente que antes. Sus tareas y su austeridad también redoblaron. De todos modos, dado que el viejo castillo era un lugar abandonado por los hombres, no hicieron caso de la supuesta ocupación, considerando buena idea encargarse de sus propios asuntos, a no ser que hubiese una abierta hostilidad satánica.

Mantuvieron una vigilancia cuidadosa, pero durante varias semanas no vieron a nadie que entrase en Ylourgne o saliese de allí. Excepto por las luces nocturnas y los ruidos, y el vapor flotante durante el día, no había prueba de ocupación humana o diabólica.

Entonces, una mañana, en el valle debajo de los jardines escalonados de los monjes, dos hermanos, que arrancaban malas hierbas en un huerto de zanahorias, contemplaron el transito de una singular procesión de gente que venía del gran bosque de Averoigne y se dirigía hacia arriba, trepando la empinada y agrietada cuesta hacia Ylourgne.

Esta gente, observaron los monjes, avanzaban a grandes zancadas con gran prisa, con pasos rígidos pero rápidos, y todos eran de facciones extrañamente pálidas y ataviados con las galas de la tumba. Los sudarios de algunos estaban arrugados y desgarrados; todos estaban polvorientos a consecuencia del trayecto o mugrientos a causa del entierro. Esta gente alcanzaba el número de la docena o más, y, detrás de ellos, a intervalos, venían varios rezagados vestidos como el resto. Con una velocidad y agilidad maravillosas, subieron por la colina y desaparecieron entre las murallas caídas de Ylourgne.

Por aquel entonces, ningún rumor de las tumbas y ataúdes violados había alcanzado a los cistercienses. La historia les llegó más tarde, después de que hubiesen contemplado, en muchas mañanas sucesivas, el paso de distintos grupos, grandes y pequeños, en dirección al castillo ocupado por el demonio. Centenares de estos seres, juraron, habían desfilado debajo del monasterio y, sin duda, muchos otros habían pasado sin ser descubiertos en la oscuridad. A ninguno, sin embargo, se le había visto salir de Ylourgne, que se los había tragado como una fosa que no los vomitaba.

Aunque gravemente asustados y seriamente escandalizados, los hermanos todavía consideraron correcto abstenerse de actuar. Algunos, los más fuertes, irritados frente a estos signos de flagrante mal, habían deseado visitar las ruinas con agua bendita y crucifijo levantados. Pero su abad, en su sabiduría, les indicó que esperasen. Mientras tanto, las llamas nocturnas se volvieron más brillantes y los ruidos más fuertes.

También, en el curso de esta espera, mientras incesantes plegarias partían del pequeño monasterio, algo espantoso sucedió. Uno de los hermanos, un hombre fornido llamado Théophile, violando la rigurosa disciplina, había hecho visitas demasiado frecuentes a las bodegas donde se guardaba el vino. Sin duda había intentado ahogar su horror piadoso ante estos acontecimientos embarazosos. En cualquier caso, después de sus libaciones, él había tenido la mala suerte de vagabundear entre los precipicios y partirse el cuello.

Lamentando su muerte y su abandono, los hermanos colocaron a Théophile en la capilla y cantaron sus misas por el descanso de su alma Estas misas, durante las horas oscuras de la madrugada, fueron interrumpidas por la inoportuna resurrección del monje muerto, quien, con su cabeza colgándole horriblemente de su roto cuello, partió como lleno de demonios de la capilla y corrió, colina abajo, hacia los demoniacos fogonazos y clamores de Ylourgne.

III: EL TES'IIMONIO DE LOS MONJES

Siguiendo el suceso anteriormente mencionado, dos de los hermanos que previamente habían deseado visitar el castillo maldito pidieron de nuevo su permiso al abad, diciendo que Dios seguramente les ayudaría a vengar el secuestro del cuerpo de Théophile además de los de tantos otros de suelo consagrado. Maravillado ante la temeridad de estos fogosos monjes, quienes se proponían tirar de la barba al Archienemigo en su propio cubil, el abad les permitió partir equipados con hisopos y frascos de agua bendita, y llevando grandes cruces de carpe, tales que habrían servido para abrirle la cabeza a un caballero con armadura.

Los monjes, cuyos nombres eran Bernard y Stéphane, partieron valientemente a media tarde para asaltar la fortaleza del mal. Era una ascensión ardua, entre peñascos colgantes y grietas resbaladizas, pero ambos eran fuertes y ágiles, y, lo que es más, acostumbrados a ese tipo de ascensiones. Puesto que el día era caluroso y sin viento, sus túnicas blancas pronto estuvieron manchadas de sudor; pero, parando tan sólo para una breve plegaria, continuaron; y enseguida llegaron al castillo sobre cuyos grises bastiones, erosionados por el paso del tiempo, todavía no podían discernir prueba de ocupación o actividad.

El profundo foso que una vez había rodeado el castillo estaba ahora seco, y había sido rellenado parcialmente con tierra desmenuzada y detritus de las murallas. El puente levadizo se había podrido, pero las piedras de la tronera, al desplomarse en el foso, habían creado una especie de tosca acera a través de la cual era posible atravesarlo. No sin inquietud, y levantando sus crucifijos  igual que los guerreros levantan sus armas al asaltar una fortaleza enemiga, los hermanos treparon sobre las ruinas de la tronera adentrándose en el patio.

Éste, al igual que las murallas, estaba aparentemente desierto. Ortigas exuberantes, malas hierbas y arbustos habían echado raíces entre las piedras del pavimento. Los elevados calabozos, de proporciones masivas, la capilla y esa parte de la estructura del castillo que contenía el gran salón habían conservado sus principales perfiles después de siglos de abandono. A la izquierda de la gran cárcel, una puerta bostezaba como la boca de una oscura caverna en la escabrosa masa del edificio del salón, y de esta puerta salía un delgado vapor de color azulado, retorciéndose en tentáculos fantasmales hacia los cielos descubiertos.

Aproximándose a aquella entrada, los hermanos contemplaron un brillo de rojos fuegos en el interior, como ojos de dragones parpadeando a través de una oscuridad infernal. Se sintieron seguros de que aquel lugar era una avanzadilla de Erebus, una antecámara del abismo, pero, de todos modos, entraron valientemente, recitando en voz alta sus exorcismos y blandiendo sus fuertes cruces de carpe.

Atravesando la entrada cavernosa, podían ver en la oscuridad pero sin distinguir los detalles, estando hasta cierto punto cegados por el sol de verano que habían dejado atrás. Entonces, con el gradual aclaramiento de su visión, una escena monstruosa se presentó ante ellos, con grotescos detalles de horror cada vez mas apiñados. Algunos de esos detalles eran oscuros y misteriosamente aterrorizantes; otros, demasiado claros, se marcaron como por una llamarada de fuego infernal imborrable en las mentes de los monjes.

Estaban de pie a la entrada de una cámara de proporciones colosales, que parecía haber sido edificada echando abajo el piso superior y las particiones interiores adyacentes al gran salón del castillo, por sí mismo un cuarto de una extensión enorme. La cámara parecía retroceder a través de sombras interminables, con rayos de luz solar cayendo por las desgarraduras de las ruinas: una luz solar que era impotente para disipar la oscuridad y el misterio infernales.

Los monjes contaron mas tarde que habían visto a mucha gente moviéndose por el lugar, en compañía de diferentes demonios, algunos de los cuales eran fantasmales y gigantescos, mientras que a otros apenas se les podía distinguir de los hombres. Esta gente, además de sus familiares, estaban ocupados en la atención de hornos de reverbero e inmensos frascos con forma de pera y de piña como los que se emplean en la alquimia. Algunos, además, estaban parados ante grandes calderos humeantes, como brujos ocupados mezclando alguna droga terrible. Contra la pared opuesta. estaban apoyadas dos enormes cubas, construidas con piedra y mortero, cuyos lados circulares se alzaban más elevados que la cabeza de un hombre; así que Bernard y Stéphane fueron incapaces de determinar su contenido. Una de las cubas despedía un brillo blanquecino; la otra, una luminosidad rojiza.

Cerca de las cubas, y sobre todas ellas, se levantaba una especie de cama baja o litera, hecha con tejidos lujosos, decorados con figuras extrañas, como las que fabrican los sarracenos. Encima de ella, los monjes discernieron a un enano, pálido y arrugado, con ojos de helada llama que brillaban como maléficos berilios a través de la oscuridad. El enano, quien en conjunto tenía el aspecto de un débil moribundo, estaba supervisando las tareas de los hombres y sus demonios familiares.

Los ojos asombrados de los hermanos empezaron a comprender otros detalles. Vieron otros cadáveres, entre los cuales reconocieron el de Théophile, tumbados en medio del suelo, junto a un gran montón de huesos humanos que habían sido cercenados de las articulaciones, y grandes montones de carne apilados como los que arrancan los carniceros. Uno de los hombres estaba cogiendo los huesos y arrojándolos en el caldero debajo del cual brillaba un fuego de color rubí; y otro estaba arrojando los montones de carne a una bañera llena de algún líquido incoloro que despedía un silbido como el de un millar de malvadas serpientes.

Otros habían arrancado los sudarios de los cadáveres, y estaban comenzando a atacarlos con largos cuchillos. Algunos estaban montando toscas escaleras de piedra junto a las paredes de las inmensas urnas, portando recipientes de sustancias semilíquidas que vaciaban sobre sus altos bordes.

Asqueados ante esa visión de maldad humana y satánica, y sintiendo una más que justificada indignación, los monjes reemprendieron su canto de sonoros exorcismos y continuaron avanzando. Su entrada, por lo que pareció, no fue notada por el grupo siniestramente ocupado de hechiceros y demonios.

Bernard y Stéphane, llenos del ardor de la cólera divina, estaban a punto de arrojarse contra los carniceros que habían empezado a atacar el cuerpo muerto. El cadáver lo reconocieron como el de un notorio forajido, llamado Jacques Le Loupgarou, quien había sido muerto hacía unos días en combate con los oficiales del Estado. Le Loupgarou, famoso por su fuerza, astucia y ferocidad, había aterrorizado durante largo tiempo los bosques y caminos de Averoigne. Su gran cuerpo había perdido la mitad de sus vísceras a causa de las espadas de los alguaciles, y su barba estaba rígida y escarlata como consecuencia de una herida que había partido su cara por la mitad de la frente a la boca. Había muerto sin confesión, pero aun así los monjes eran reacios a dejar que su cadáver indefenso fuese empleado en algún uso maldito más allá de la comprensión de los cristianos.

El enano pálido de aspecto maligno había notado la presencia de los hermanos. Le escucharon gritar en un tono chillón, autoritario, que se levantó por encima del silbido siniestro de los calderos y el ronco murmullo de los hombres y de los demonios.

No entendieron sus palabras, que eran en alguna lengua extranjera, y sonaban como un hechizo. Instantáneamente, como respondiendo a una orden, dos de los hombres abandonaron su química maldita y, levantando recipientes de cobre llenos de algún licor fétido y desconocido, arrojaron su contenido a los rostros de Bernard y Stéphane.

Los hermanos fueron cegados por el fluido pungente, que aguijoneó su carne como por muchos dientes de serpiente, y fueron vencidos por los vapores apestosos; así que las grandes cruces cayeron de sus manos al desplomarse ambos inconscientes sobre el suelo del castillo.

Recobrando al rato su vista y sus otros sentidos, escucharon la voz del malvado enano, ordenándoles que se levantasen. Obedecieron, aunque torpemente y con dificultad, habiéndoseles negado el ayudarse con las manos. Bernard, que todavía estaba mareado por los vapores venenosos que había inhalado, se cayó dos veces antes de conseguir ponerse en pie, y su incomodidad fue recibida con un vendaval de risa asquerosa y obscena por la asamblea de hechiceros.

Ahora, cuando estaban de pie, el hechicero se burló de los hermanos y los despreció, con blasfemias impresionantes tales como sólo podían ser pronunciadas por un vasallo de Satán. Por último, de acuerdo con su testimonio, les dijo:

—Volved a vuestra perrera, vosotros, cachorros de Ialdabaoth, y llevaos este mensaje: Ellos que vinieron aquí como muchos partirán como uno solo.

Entonces, como obedeciendo una fórmula terrible pronunciada por el enano, dos de los demonios familiares, que tenían la forma de enormes bestias con el perfil envuelto en sombras, se aproximaron a los cuerpos de Le Loupgarou y del hermano Théophile. Uno delos asquerosos demonios, como un vapor que se hunde en un pantano, entró por las ensangrentadas fosas nasales de Le Loupgarou, desapareciendo milímetro a milímetro, hasta que su cornuda cabeza de animal quedó fuera de la vista. El otro, de una manera semejante, entró por las pituitarias del hermano Théophile, cuya cabeza descansaba apoyada sobre su hombro, desde su cuello roto.

Entonces, cuando los demonios hubieron completado su posesión, los cuerpos, de una manera horrible de contemplar, se levantaron del suelo del castillo, el uno con las entrañas colgándole de sus amplias heridas, el otro con la cabeza que le colgaba suelta hacia adelante sobre su pecho. Entonces, animados por los demonios, los cadáveres recogieron las cruces de carpe que habían sido dejadas caer por Bernard y Stéphane, y, utilizándolas como bastones, obligaron a los monjes a huir de una manera ignominiosa del castillo, entre grandes risas infernales y tempestuosas del enano y su nigromántica compañía. Y el cadáver desnudo de Le Loupgarou y el de Théophile, vestido con una túnica, les persiguieron a través de una gran distancia, por las cuestas llenas de precipicio bajo Ylourgne, dándoles grandes golpes con las cruces, así que las espaldas de los dos cistercienses eran una masa de cardenales sangrientos.

Después de una derrota tan señalada y aplastante, ninguno de los monjes se atrevió a dirigirse contra Ylourgne. A partir de entonces, el monasterio entero dio triples muestras de austeridad, cuadruplicó sus devociones; y, esperando la oscura voluntad de Dios, y las igualmente oscuras artimañas del demonio, mantuvo una fe piadosa que estaba algo mezclada con la inquietud.

Al cabo del tiempo, a través de pastores que visitaban a los monjes, la historia de Stéphane y Bernard se extendió por todo el Averoigne, añadiéndose a la triste alarma que se había producido a causa de la desaparición generalizada de los muertos. Nadie sabía realmente lo que sucedía en el castillo maldito o qué era lo que se había hecho con los centenares de cadáveres, porque la luz que arrojaba en su destino la historia de los monjes, aunque vívida y temible, era demasiado inconcluyente, y el mensaje enviado por el enano era algo cabalístico.

Todo el mundo sentía que alguna amenaza gigantesca, algún negro hechizo infernal, estaba siendo destilado dentro de esos ruinosos muros. El malvado enano moribundo fue identificado con toda facilidad por el hechicero desaparecido Nathaire, y sus lacayos, estaba claro, eran los pupilos de Nathaire.

IV: LA PARTIDA DE GASPARD DU NORD

Solo en su habitación del ático, Gaspard du Nord, estudiante de la alquimia y de la magia y, otrora, pupilo de Nathaire, intentó repetidamente, pero siempre en vano, consultar el espejo rodeado de vapores. El cristal permaneció oscuro y nublado, como por los vapores que se levantan de un satánico alambique o de un siniestro brasero nigromántico. Delgado y agotado por las largas noches de vigilia, Gaspard era consciente de que Nathaire estaba aún más en guardia que él.

Leyendo con ansioso cuidado la configuración general de las estrellas, descubrió el aviso de una gran catástrofe que estaba a punto de caer sobre Averoigne. Pero la naturaleza del mal no resultaba evidente.

Mientras tanto, la asquerosa resurrección y emigración de los muertos estaba teniendo lugar. Todo Averoigne temblaba ante la repetida barbaridad. Como la noche sin tiempo de la plaga de Menfis, el terror se aposentaba por todas partes, y la gente comentaba cada nueva atrocidad en susurros apagados, sin atreverse a contar en voz alta la execrable historia. A Gaspard, lo mismo que al resto, le llegaron los susurros, y de igual manera, cuando el horror parecía que había cesado a principios del mes de junio, le llegó la espantosa historia de los monjes cistercienses.

Ahora, por fin, el vigilante, largo tiempo confuso, tuvo una intuición de lo que buscaba. El escondite del nigromante fugitivo y de sus discípulos, por fin, había sido descubierto, y los muertos que desaparecían habían sido encontrados en donde habían sido conducidos. Pero todavía, incluso para el perceptivo Gaspard, quedaba un enigma por resolver: la naturaleza exacta de la abominable mezcla, la magia oscura como el infierno que Nathaire estaba cocinando en su remoto cubil. Gaspard estaba seguro tan sólo de una cosa: el esplénico enano agonizante, sabiendo que el tiempo que le quedaba era poco y odiando a la gente de Averoigne con un rencor sin fondo, prepararía una enorme magia maléfica sin paralelo.

Incluso con sus conocimientos de las propensiones de Nathaire y de su ciencia arcana prácticamente inagotable, reservas de brujería abismal poseídas por el enano, él podría formar tan sólo una conjetura vaga y terrorífica del mal que se incubaba. Pero, con el paso del tiempo, sintió un peso que iba en continuo aumento, el presagio de una amenaza monstruosa arrastrándose desde el borde oscuro del mundo. No podía apartar esta inquietud, y finalmente decidió, a pesar de los evidentes peligros de esa excursión, hacer una visita secreta a los alrededores de Ylourgne.

Gaspard, aunque procedía de una familia acomodada, se encontraba en ese momento en circunstancias difíciles, porque su devoción a una ciencia de dudosa reputación era, hasta cierto punto, desaprobada por su progenitor. Su único ingreso consistía en una misérrima cantidad, que le era entregada secretamente al joven por su hermana y su madre. Ésta era suficiente para su escasa comida, el alquiler de su cuarto y la adquisición de algunos libros, instrumentos y productos químicos, pero no le permitiría la compra de un caballo, o incluso de una humilde mula, para el planeado viaje de más de cuarenta millas.

Sin dejarse abatir, se puso en marcha a pie, portando solo una daga y una alforja con vituallas. Planeó su viaje de forma que llegase a Ylourgne al caer la noche al ponerse la luna llena. Una gran parte del trayecto pasaba por medio del gran bosque amenazador que se aproximaba a los propios muros de Ylourgne por el este y que trazaba un siniestro arco a través de Averoigne hasta la boca del valle rocoso debajo de Ylourgne. Después de unas pocas millas salió del gran bosque de pinos, robles y alerces; y a partir de entonces, durante el primer día, siguió el río Isoile a lo largo de una llanura abierta, bastante habitada. La cálida noche de verano la pasó debajo de un haya, en los alrededores de una pequeña aldea, sin atreverse a dormir en los bosques solitarios donde lobos y bandidos, y criaturas de reputación más perniciosa, se suponía que habitaban.

Por la tarde del segundo día, después de atravesar las partes más antiguas y más montaraces del inmemorialmente vetusto bosque, llegó a un valle empinado y pedregoso que le conducía a su destino. Este valle era la fuente del río Isoile, que había disminuido hasta un simple arroyo. En el crepúsculo ocre, entre la puesta del sol y la salida de la luna, vio las luces del monasterio cisterciense, y, opuesta en los temibles acantilados amontonados, la siniestra y áspera masa de la fortaleza en ruinas de Ylourgne, con pálidos fuegos mágicos parpadeando tras sus altas troneras. Aparte de estas hogueras, no había signo de que el castillo estuviese ocupado; y no escuchó en momento alguno los siniestros sonidos denunciados por los monjes.

Gaspard esperó a que la oronda luna, gualda como el orbe de una inmensa ave nocturna, comenzase a espiar sobre el valle que se oscurecía. Entonces, con muchas cautelas, dado que los alrededores eran desconocidos para él, comenzó a abrirse camino hacia el lóbrego y melancólico castillo.

Incluso para alguien bastante acostumbrado a semejantes ascensiones, la escalada ofrecía bastante peligro y dificultad a la luz de la luna. Varias veces, encontrándose al borde de un repentino precipicio, se vio obligado a desandar lo que tanto esfuerzo había recorrido; y a menudo se salvó de tropezar tan sólo gracias a los atrofiados matojos y zarzas que habían echado raíz en el mezquino suelo. Desfallecido, con la ropa desgarrada, con las manos heridas y sangrantes, alcanzó al fin la cúspide de la escarpada cota, debajo de las murallas.

Aquí hizo una pausa para recobrar el aliento y recuperar sus escasas fuerzas. Podía ver, desde su posición ventajosa, un pálido reflejo como de llamas ocultas que golpeaban hacia arriba desde el muro interior de la elevada cárcel.

Escuchó el bajo murmullo de sonidos confusos, sintiéndose confundido sobre la distancia y dirección en que venían. A veces parecían flotar bajando desde las oscuras murallas, a veces parecían surgir de alguna profundidad subterránea lejos en la colina.

Aparte de este remoto, ambiguo zumbido, la noche estaba encerrada en un silencio mortal. Los propios vientos parecían evitar la vecindad del temido castillo. Una nube inadvertida, pegajosa y de paralizadora maldad colgaba sobre todas las cosas, y la pálida e hinchada luna, la patrona de las brujas y hechiceros, destilaba su verde veneno sobre las torres que se derrumbaban en medio de un silencio más antiguo que el tiempo.

Gaspard notó el peso, que se le pegaba de una manera obscena, de algo más pesado que su propia fatiga, cuando reemprendió su progreso hacia la barbacana; redes invisibles del mal que esperaba, aumentando continuamente, parecían frenarle. El lento, intangible batir de invisibles alas golpeaba con fuerza su rostro. Parecía respirar un viento que surgía de bóvedas insondables y cavernas de corrupción. Aullidos inaudibles, burlones o amenazadores, se amontonaban en sus oídos, y asquerosas manos parecían empujarle atrás. Pero, inclinando la cabeza como contra una tormenta que se levantaba, continuó y trepó por la ruina del terraplén de la barbacana hasta el patio lleno de hierbas.

El lugar estaba desierto según todas las apariencias, y buena parte de él todavía estaba profundamente cubierta por las sombras de las torretas y murallas. Cerca, en el negro edificio grande y macizo, con almenas de plata, vio abierta la entrada cavernosa descrita por los monjes. Estaba iluminada desde el interior por un vívido brillo, pálido y extraño como un luego fatuo. El zumbido, ahora audible como un murmullo de voces, salía de esa puerta, y Gaspard pensó que podía ver oscuras figuras manchadas de hollín moviéndose rápidamente por el interior iluminado.

Continuando en las sombras, siguió avanzando a lo largo del patio dando la vuelta a las ruinas. No se atrevía a aproximarse a la entrada abierta por miedo a ser visto, aunque, por lo que podía ver, el lugar carecía de vigilancia.

Llegó a la cárcel, sobre cuya muralla superior la pálida luz parpadeaba oblicuamente a través de una especie de desgarrón en el largo edificio adyacente. Esta abertura estaba a alguna distancia del suelo, y Gaspard vio que había sido anteriormente la apertura a un balcón de piedra. Un tramo de escaleras rotas conducía, subiendo por la pared, al resto medio deshecho de ese balcón, y se le ocurrió al joven que podía subir por esas escaleras y espiar, sin ser visto, el interior de Ylourgne.

Faltaban algunos de los tramos de las escaleras, y el resto estaba cubierto por profundas sombras. Gaspard encontró precariamente su camino hasta el balcón, parándose una vez con considerable miedo cuando un fragmento de la gastada piedra, aflojado por su pisada, cayó haciendo un gran ruido contra las piedras del patio de abajo. Aparentemente, no fue escuchado por los ocupantes del interior del castillo, y al cabo de un rato reinició su ascenso. Cautelosamente, se aproximó a la larga e irregular abertura desde la cual la luz salía hacia arriba.

Agazapándose en una estrecha cornisa, que era todo lo que quedaba del balcón, espió un espectáculo de lo más sorprendente y aterrador, cuyos detalles le produjeron tal perplejidad, que tardó muchos minutos en comprenderlos.

Estaba claro que la historia contada por los monjes, teniendo en cuenta sus prejuicios religiosos, había estado lejos de ser exagerada. Casi todo el interior del gran edificio medio derrumbado había sido demolido y desmantelado para proporcionar espacio a las actividades de Nathaire. Esta demolición era por sí misma una tarea sobrehumana para cuya ejecución el hechicero debía haber empleado una legión de demonios familiares, además de sus diez discípulos.

La vasta cámara estaba irregularmente iluminada por el brillo de atanores y braseros, y, por encima de todo, por el extraño centelleo de las enormes cubas de piedra. Incluso desde su ventajosamente elevado punto de observación, el observador no podía ver el contenido de esas cubas, pero una luminosidad blanca se derramaba hacia arriba desde el borde de una de ellas, y una fosforescencia de color carne desde el otro.

Gaspard había visto alguno de los experimentos y llamamientos de Nathaire, y estaba más que familiarizado con los utensilios de las artes oscuras. Dentro de ciertos límites, no era melindroso; tampoco era probable que se sintiese muy aterrorizado por las formas brutales e indefinidas de los demonios que trabajaban al borde del abismo junto a los pupilos, vestidos de negro, del hechicero, pero un horror frío sobrecogió su corazón cuando vio la increíble cosa enorme que ocupaba el suelo central: un colosal esqueleto humano de más de cien pies de largo, extendiéndose más allá de la longitud del viejo salón del castillo; el grupo de hombres y demonios, según todas las apariencias, ¡estaba ocupándose de vestir con carne humana el huesudo pie derecho del esqueleto!

  EI prodigioso y macabro armazón, completo en cada parte, con costillas como arcos de una nave satánica, brillaba como si todavía estuviese calentado por los fuegos de la infernal fusión. Parecía brillar y arder con una vida antinatural, temblar con una inquietud maligna sobre el brillo infernal y la oscuridad. Los grandes huesos de los dedos, curvándose como garras en el suelo, parecía como si estuviesen a punto de cerrarse en torno a una presa indefensa. Los tremendos dientes estaban fijos en una sonrisa sin fin de sardónica crueldad y malicia. Las vacías cuencas de los ojos, profundas como los fosos del tártaro, parecían bullir con una minada de luces engañosas, como los ojos de espíritus burlones que emergen de una sombra obscena.

Gaspard se quedó atontado por la sorprendente fantasmagoría fuera de lo normal que se abría ante él como un infierno habitado. Después, nunca estuvo por completo seguro de ciertas cosas, podía recordar muy poco de la manera concreta en que el trabajo de los hombres y los asistentes era realizado. Oscuras y ambiguas criaturas, similares a murciélagos, parecían estar revoloteando de un lado a otro, entre las cubas de piedra y el grupo que trabajaba como escultores, cubriendo el pie huesudo con un plasma rojizo que aplicaban y modelaban como si fuese barro. Gaspard pensó, pero no estuvo seguro después, que este plasma, que brillaba como si fuese una mezcla de sangre y fuego, estaba siendo traído de la cuba que despedía un brillo rosado en jarras llevadas en las garras de las sombrías criaturas aladas. Ninguna de ellas, sin embargo, se aproximaba a la otra cuba, cuya luz pálida estaba momentáneamente debilitada, como si se estuviese apagando.

Buscó la mínima figura de Nathaire, a quien no podía distinguir entre la multitud que ocupaba la escena. El nigromante enfermo, si es que no había sucumbido ya a la poco conocida enfermedad que le había consumido por dentro como una llama, estaba sin duda oculto de la vista por el colosal esqueleto, y quizá dirigiendo las tareas de los hombres y de los demonios desde su cama.

Hechizado en la precaria terraza, el observador no consiguió escuchar los furtivos pasos gatunos que ascendían detrás de él, por las escaleras en ruinas. Demasiado tarde, oyó el ruido de un fragmento suelto cerca de sus talones y, volviéndose sorprendido, se desplomó en el puro olvido como por el impacto de un golpe de maza, y ni siquiera fue consciente de que el principio de su caída hacia el patio había sido detenido por los brazos de su asaltante

V: EL HORROR DE YLOURGNE

Gaspard, volviendo de su oscuro salto en una negrura como del Leteo, se encontró a si mismo mirando a los ojos de Nathaire: cuencas de noche líquida y de ébano, en las cuales nadaban los helados fuegos de las estre1!as que se habían hundido en una perdición irremediable. Por algún tiempo, en la confusión de sus sentidos, no podía ver otra cosa que los ojos, que parecían atraerle en su desmayo como siniestros imanes. Aparentemente sin cuerpo, o situados sobre un rostro demasiado vasto para la percepción humana, ardían en un fuego caótico. Entonces, paulatinamente, fue viendo las otras facciones del hechicero, y los detalles de una escena vívida, y fue consciente de su propia situación.

Intentando levantar las manos a su cabeza dolorida, encontró que estaban atadas fuertemente por las muñecas. Estaba medio tumbado, medio apoyado, contra un objeto de dura superficie y bordes que le lastimaban la espalda. El objeto, descubrió que era una especie de horno alquímico, o atanor, parte de un montón de aparatos en desuso que estaban de pie o tumbados por el suelo del castillo. Copelas, aludeles y retortas de alambiques, como enormes calabazas y peceras globulares, estaban mezcladas en extraña confusión, amontonadas junto a los libros con candados de hierro, los sucios calderos y los braseros de una ciencia más siniestra.

Nathaire, apoyado contra almohadones de estilo sarraceno decorados con arabescos de apagado oro y fulgurante escarlata, le estaba observando desde una cama improvisada, hecha con fardos de alfombras orientales y tapicerías de Arrás, ante cuyo lujo las rudas paredes del castillo, manchadas por el moho y moteadas de secos hongos, ofrecían un grotesco contraste. Pálidas luces y sombras que oscilaban siniestras parpadeaban sobre la escena, y Gaspard podía escuchar el gutural murmullo de voces detrás de él. Torciendo un poco la cabeza, vio una de las cubas de piedra, cuya luminosidad rosada estaba manchada y apagada por las alas de un vampiro que se movían de un lado a otro.

—Bienvenido —dijo Nathaire al cabo de un intervalo durante el cual el estudiante comenzó a percibir el fatal progreso de la enfermedad en las facciones, contraídas por el dolor, que había ante él—. ¡Así que Gaspard du Nord ha venido a visitar a su antiguo maestro! —la voz dura y autoritaria surgía sorprendentemente con un volumen demoníaco de la mustia figura.

—He venido —dijo Gaspard en un lacónico eco—. Dígame, ¿cuál es la obra del diablo en que le encuentro ocupado? ¿Y qué es lo que ha hecho con los cuerpos muertos que fueron robados por sus detestables demonios familiares?

El frágil cuerpo agonizante de Nathaire, como poseído por algún demonio sardónico, se acunó de un lado a otro de la lujosa cama en un largo y violento brote de carcajadas, sin ninguna otra respuesta.

—Si su aspecto es un testigo digno de confianza —dijo Gaspard cuando la siniestra risa hubo cesado—, usted está mortalmente enfermo, y escaso es el tiempo que le resta para expiar sus actos de maldad y hacer las paces con Dios, si en verdad aún es posible que usted haga las paces. ¿Qué asquerosa y maligna pócima está usted preparando para asegurar la definitiva perdición de su alma?

El enano fue de nuevo presa de un espasmo de risa demoniaca.

—Voto que no, de ningún modo, mi buen Gaspard —dijo finalmente—. Yo he forjado otro vínculo que aquel con que vosotros, cobardes llorosos, queréis comprar la buena voluntad y el perdón del Tirano Celestial. El Infierno me tomará al final, si lo desea, pero el Infierno ha pagado, y aún ha de pagar, un precio amplio y generoso. Pronto he de morir, es cierto, porque mi final esta escrito en las estrellas, pero en la muerte, por la gracia de Satanás, viviré de nuevo, y marcharé dotado con los poderosos músculos de los muertos para cumplir mi venganza sobre la gente de Averoigne, quien, desde hace largo tiempo, me ha odiado por mi nigromántica sabiduría y me ha despreciado por mi estatura de enano.

—¿Qué locura es esa con la que vos soñáis? —preguntó el joven, aterrado ante la maldad y locura sobrehumanas que parecían extenderse de la desgastada figura y verterse como un torrente desde el brillo oscuro e infernal de sus ojos.

—No es locura, sino algo verdadero; un milagro, tal vez, si la vida en sí es un milagro... De los cuerpos frescos de los muertos, que de otro modo se habrían podrido en la asquerosidad del cementerio, mis pupilos y mis demonios familiares me están fabricando, bajo mis instrucciones, el gigante cuyo esqueleto has contemplado. Mi alma, a la muerte del actual cuerpo, pasará a esta colosal residencia a través del funcionamiento de ciertos hechizos de transmigración en los cuales mis fieles asistentes han sido cuidadosamente instruidos. Si conmigo hubieses permanecido, Gaspard, y no te hubieses echado atrás, llevado por tus mezquinos remilgos de meapilas, las maravillas y la profunda sabiduría te habría desvelado, y ahora sería privilegio tuyo participar en la creación de este prodigio..., y, si hubieses venido antes por tu presuntuosa curiosidad, podría haber hecho un uso peculiar de tus fuertes huesos y músculos..., el mismo uso que he dado a otros hombres jóvenes, quienes han muerto a causa de un accidente o de la violencia. Pero es demasiado tarde incluso para eso, ya que la construcción de los huesos ha sido completada y sólo resta investirlos de carne humana. Mi buen Gaspard, no hay nada en absoluto que hacer contigo..., excepto apartarte del medio de una manera segura. Providencialmente, para este propósito, hay un calabozo de prisión perpetua con entrada por el techo debajo del castillo. Un lugar de residencia algo deprimente, sin duda, pero que fue construido fuerte y profundo por los fieros señores de Ylourgne.

Gaspard fue incapaz de concebir réplica alguna para este siniestro y extraordinario discurso. Buscando palabras en su mente, congelada por el horror, se notó sujetado por las manos de seres no vistos que se habían acercado por detrás, contestando a algún gesto de Nathaire, una señal que el cautivo no había notado. Le taparon los ojos con algún pesado tejido, polvoriento y lleno de moho como un sudario, y fue conducido tropezando a través de la acumulación de extraños aparatos, y bajado por una escalera que daba muchas vueltas a través de tramos estrechos y en ruinas, de los cuales salía el repugnante aliento del agua estancada para recibirle, mezclado con el aceitoso olor a almizcle de las serpientes.

Pareció descender una distancia que no admitiría regreso. Lentamente, el hedor se volvió más fuerte, más insoportable; las escaleras acabaron; una puerta hizo un reticente sonido metálico sobre goznes herrumbrosos, y Gaspard fue empujado adelante a un suelo empapado, desigual, que parecía haber sido desgastado por una miríada de pisadas.

Escuchó el chirriar de una pesada losa de piedra. Sus muñecas fueron liberadas, la venda retirada de sus ojos, y vio a la luz de antorchas parpadeantes, un agujero redondo a sus pies que bostezaba en el suelo rezumante de humedad.

Junto a éste, estaba la losa que había sido su tapa. Antes de que pudiese volverse para ver a sus captores, para descubrir si eran hombres o diablos, fue agarrado con brusquedad y arrojado al aguero que se abría. Cayó a través de una negrura como la del submundo, por una oscuridad inmensa, antes de golpear el fondo. Tumbado, medio atontado, en un charco fétido de poca profundidad, escuchó sobre él el seco golpe funeral de la losa al deslizarse de nuevo.

VI: LOS FOSOS DE YLOURGNE

Gaspard fue revivido, al cabo de un rato, por la frialdad del agua en que descansaba. Sus ropas estaban medio empapadas, y el mefítico y poco profundo charco se hallaba a una pulgada de su boca, como descubrió al primer movimiento. Podía escuchar un goteo, continuo y monótono, en algún lugar de la noche sin luz del calabozo. Se puso de pie tropezando, descubriendo que sus huesos estaban intactos, y comenzó una exploración cautelosa. Gotas sucias caían sobre su cara levantada y su cabello; sus pies resbalaban y salpicaban en el agua podrida; había silbidos furiosos y vehementes, y anillos serpentinos se deslizaban fríamente por sus tobillos.

Pronto alcanzó una tosca pared de piedra, y, siguiendo la pared con la punta de sus dedos, intentó determinar el tamaño del calabozo. Éste era más o menos circular, sin esquinas, y no consiguió hacerse una idea justa de su perímetro. En algún lugar de su vagabundeo, encontró un montón de escombros con forma de estantería; y aquí, a causa de la relativa comodidad y sequedad, se instaló, después de expulsar a un cierto número de reptiles indignados. Las criaturas, parecía, eran inofensivas, y probablemente pertenecían a alguna especie de serpientes de agua, pero temblaba al tocar sus escamas viscosas. Sentado en el montón de escombros, Gaspard repasó en su mente los diversos horrores de una situación que era infinitamente lúgubre y desesperada. Había descubierto el increíble secreto de Ylourgne, capaz de revolver el alma, el proyecto inimaginablemente monstruoso y blasfemo de Nathaire; pero ahora, encerrado en este apestoso agujero como en una tumba subterránea, en las profundidades bajo ese castillo maldecido por los demonios, ni siquiera podía avisar al mundo sobre la inminente amenaza.

La bolsa de comida, ahora casi vacía, con la cual había partido de Vyones, todavía colgaba de su espalda, y se aseguró, investigándolo, de que sus captores no se habían molestado en privarle de su daga. Mordisqueando un mendrugo de pan rancio en la oscuridad y acariciando con la mano el pomo de su preciada arma, buscó alguna brecha en la desesperación que le envolvía por  todas partes. No tenía medios para contar las horas  negras que transcurrieron para él con la lentitud de un río cegado por el barro, arrastrándose en ciego silencio  por un mar subterráneo. El incesante goteo del agua,  probablemente procedente de pozos subterráneos formados por el deshielo que habían aprovisionado al castillo en anteriores años, era lo único que rompía el silencio. Pero el sonido se convirtió, con el paso del tiempo, y por su equívoca igualdad de tono, en una risa que sugería la de duendes invisibles, una cadencia perpetua y sin alegría para su mente delirante. Por fin, debido al puro y simple agotamiento corporal, se sumió en un problemático sopor repleto de pesadillas.

No podría haber dicho si era de noche o de día en el mundo exterior cuando se despertó, porque la misma oscuridad estancada, sin el alivio de un rayo o de un brillo, desbordaba en el calabozo. Temblando, se dio cuenta de que había una corriente de aire que soplaba continuamente sobre él: un aire empapado, malsano, como el aliento de sótanos en desuso que, durante su reposo,  hubiesen despertado a una vida y a una actividad misteriosas. No había notado la corriente hasta entonces, y su cerebro adormilado se encontró con una repentina esperanza por este motivo. Evidentemente, existía alguna brecha subterránea, o un canal, por donde entraba el  aire; y esta brecha, de alguna manera, podría proporcionar un punto de salida del calabozo.

Poniéndose de pie, tanteó inseguro hacia adelante en la dirección de la corriente. Tropezó con algo, que crujió y se rompió bajo sus talones, y se frenó con dificultades para no caer en el charco, lleno de barro e infestado de serpientes. Antes de que pudiese investigar el obstáculo o reemprender sus ciegos tanteos, escuchó un ruido brusco y chirriante por encima de él, y un tembloroso rayo de luz amarilla descendió por la boca abierta del calabozo. Sorprendido, levantó la cabeza, y vio el agujero redondo a unos diez o doce pies por encima de él; a través de éste, una mano oscura había bajado una antorcha ardiente. Una pequeña cesta, conteniendo una hogaza de pan áspero y una botella de vino, estaba siendo bajada al extremo de una cuerda. Gaspard recogió el pan y el vino, y la cesta fue elevada. Antes de la retirada de la antorcha y de que la losa volviese a ser colocada en su sitio, consiguió hacer un precipitado estudio de su mazmorra.

El sitio era irregularmente circular, como había supuesto, y tenía quizá unos quince pies de diámetro. La cosa con la que había tropezado era un esqueleto humano, tumbado entre un montón de escombros y el agua sucia. Estaba marrón y podrido por el paso del tiempo, y sus ropas hacía largo tiempo que se habían deshecho en una mancha de moho líquido. Las paredes estaban acanaladas y con arroyuelos por los siglos de humedad, y parecía que la propia piedra estuviese pudriéndose lentamente. En el lado opuesto, al fondo, vio la abertura que había imaginado: un agujero bajo, no mucho mas grande que la guarida de un zorro, por el cual fluía el agua sucia. Su corazón se angustió ante esa visión: el agua era más profunda de lo que parecía, y el agujero era demasiado estrecho como para permitir el paso del cuerpo de un hombre. En un estado de desesperación como de auténtico ahogo, encontró su camino de regreso al montón de escombros cuando la luz fue retirada.

La hogaza de pan y la botella de vino estaban todavía en sus manos. Mecánicamente, desganado y embotado, mordisqueó y bebió. Después se sintió más fuerte; y el amargo vino peleón que sirvió para calentarle le debió inspirar la idea que concibió en ese momento.

Acabándose la botella, se abrió camino a través de la mazmorra hasta el agujero, semejante a una madriguera. La corriente de aire que entraba se había hecho más fuerte, y esto lo considero una señal favorable. Desenfundando su daga, empezó a excavar en la pared medio podrida y en descomposición, esforzándose para aumentar la abertura. Se vio obligado a arrodillarse en un apestoso cieno, y, mientras trabajaba, los anillos de las serpientes de agua avanzaban sobre él retorciéndose, mientras emitían temibles silbidos. Evidentemente, el agujero era su medio de entrada y salida, dentro y fuera del calabozo.

La piedra se deshacía con facilidad ante su daga, y Gaspard olvidó lo repugnante y horrible de su situación ante la esperanza de la fuga. No tenía miedo de conocer la anchura del muro, o la naturaleza y extensión del subterráneo que se extendía más allá, pero se sentía seguro de que existía algún canal de conexión con el mundo exterior.

Durante horas o días enteros, trabajó con su daga, cavando ciegamente en la blanda pared, y arrancando el detritus que salpicaba en el agua a su alrededor. Después de un rato, tumbado sobre su barriga, se arrastró por el agujero que había ensanchado y, cavando como un topo, se fue abriendo camino pulgada a pulgada. Por fin, para su enorme alivio, la punta de su daga se hundió en un espacio vacío. Rompió con las manos la delgada barrera de piedra que quedaba como obstáculo, y entonces, arrastrándose en la oscuridad, descubrió que podía ponerse de pie en una especie de suelo cuadrangular.

  Estirando sus entumecidos miembros, avanzó muy cautelosamente. Estaba en una especie de bodega estrecha o en un túnel, cuyos lados podía tocar simultáneamente con las yemas de los dedos extendidos. El suelo se inclinaba hacia abajo, y el agua se volvía más profunda, subiendo hasta sus rodillas y luego basta su cintura. Probablemente el lugar había sido utilizado una vez como salida subterránea del castillo, y el suelo, al derrumbarse, había bloqueado el agua.

Muy desanimado, Gaspard comenzó a cuestionarse si había cambiado el sucio calabozo, rondado por esqueletos, por una cosa incluso peor. La noche que le rodeaba seguía intacta y sin ningún rayo de luz, y la corriente de aire, aunque fuerte, venía cargada con una mohosidad y una humedad que sugerían subterráneos interminables.

Tocando los lados del túnel a intervalos, avanzó vacilante, adentrándose en el agua cada vez más profunda; descubrió una curva brusca a su derecha, que conducía a un espacio libre. El lugar resultó ser la entrada de un pasadizo que se interseccionaba, cuyo suelo estaba inundado, y, por lo menos, era recto y no se hundía más en la estancada porquería. Explorándolo, tropezó con el nacimiento de un tramo de escaleras que subían. Ascendiéndolas a través del agua, cuya profundidad disminuía, pronto se encontró de pie sobre suelo seco.

  Los escalones, rotos, estrechos, irregulares y sin barandillas, parecían dar vueltas en una eterna espiral que se enroscaba en la oscuridad de las entrañas de Ylourgne. Resultaban tan cerradas y asfixiantes como una tumba, y no eran la causa de la corriente de aire que Gaspard había comenzado a seguir. A dónde podrían conducirle, él lo ignoraba; no hubiera sido capaz de decir si eran las mismas escaleras por las cuales había sido conducido al calabozo. Pero siguió adelante con constancia, parándose tan sólo a largos intervalos para recuperar el aliento como buenamente podía en ese aire estancado y maligno.

Al cabo de un rato, en la oscuridad compacta, desde arriba en la distancia, comenzó a escuchar un sonido misterioso y amortiguado: un estrépito. apagado pero repetido, de grandes bloques y masas de piedra que caían. El ruido resultaba indescriptiblemente triste y siniestro, y parecía hacer retumbar las paredes invisibles en torno a Gaspard, y estremecer los tramos de la escalera que pisaba con una siniestra vibración.

Subió ahora con una precaución y un cuidado intensificados, parándose a cada instante para escuchar. El ruido de caídas se volvió más alto, más siniestro, como sise situase sobre él directamente, y, al oírlo, se quedó agazapado en las oscuras escaleras por un tiempo que pudo ser de muchos minutos, sin atreverse a avanzar más. Por fin, de una manera desconcertante por lo repentina, el sonido se detuvo, dejando una tranquilidad tensa y llena de miedos.

Con muchas conjeturas siniestras. sin saber con qué nueva barbaridad iba a encontrarse. Gaspard se aventuró a reemprender su ascenso. De nuevo, en la oscura y compacta tranquilidad, fue recibido por un sonido: el de voces, apagadas y resonantes, que cantaban, como en una misa satánica o en una liturgia con cadencias de funeral convertidas en un himno, intolerablemente exultante, al triunfo del mal. Mucho antes de que pudiese comprender las palabras, tembló ante el latido, fuerte y maléfico, de un ritmo monótono, cuyas ascensiones y caídas parecían corresponderse con los latidos de algún colosal demonio.

   Las escaleras dieron un giro por centésima vez en su tortuosa espiral y, saliendo de aquella larga medianoche, Gaspard parpadeó ante el pálido brillo que fluía hacia él desde arriba. Las voces del coro le recibieron con una sonora explosión de cánticos infernales, y él reconoció las palabras de un raro y poderoso hechizo, empleado por los brujos para una finalidad supremamente detestable y maléfica. Con espanto, mientras subía los últimos peldaños, descubrió lo que estaba teniendo lugar en las ruinas de Ylourgne.

Levantando su cabeza con cuidado sobre el suelo del castillo, vio que los peldaños terminaban en una esquina apartada del vasto cuarto en que había contemplado la impensable creación de Nathaire. Toda la extensión del edificio, desmantelado por dentro, se ofrecía a su vista, lleno por un extraño brillo en donde los rayos de una luna gibosa se mezclaban con las rojizas llamas de los rescoldos de los atanores y las lenguas multicolores que se enroscaban entre sí, surgiendo de los braseros nigrománticos.

Gaspard, durante un instante, se quedó confundido por el brillo de la luz de la luna entre las ruinas. Entonces, vio que casi todo el muro interior del castillo, que daba al patio, había sido demolido. Era el derribo de estos bloques de tamaño prodigioso, sin duda a través de un trabajo de hechicería ajeno al género humano, lo que había escuchado durante su ascensión subterránea desde los sótanos. Se le heló la sangre en las venas, se le puso la carne de gallina, cuando se dio cuenta del fin para el que la pared había sido echada abajo.

Era evidente que un día entero y parte de una noche habían transcurrido desde su encierro, porque la luna se levantaba alta en un firmamento de pálido zafiro. Bañadas por su helado brillo, las pétreas cubas ya no emitían su extraña y eléctrica fosforescencia. La cama de tejidos sarracenos, en la cual Gaspard había contemplado al enano agonizante, estaba ahora parcialmente oculta a la vista por las emanaciones ascendentes de braseros y turíbulos, entre los cuales los diez discípulos del mago, ataviados de negro y escarlata, estaban practicando el rito espantoso y repugnante en una maléfica letanía.

Lleno de miedo, como alguien que afronta una aparición surgida de un infierno remoto, Gaspard contempló al coloso que yacía inerte, como sumido en un sueño ciclópeo, sobre las losas del castillo. La figura ya no era un esqueleto: los miembros habían sido redondeados en extremidades enormes y musculosas, como los miembros de los gigantes de la Biblia; los costados eran una muralla insuperable; los deltoides del poderoso pecho eran anchos como plataformas; las manos podrían haber aplastado los cuerpos de los hombres como si fuesen piedras de molino... Pero el rostro del asombroso monstruo, visto de perfil contra los desbordantes rayos de la luna, ¡era el rostro del satánico enano Nathaire..., aumentado cien veces, pero idéntico en su implacable maldad y malevolencia!

El vasto pecho parecía levantanse y caer, y. Durante una pausa del ritual nigromántico, Gaspard escuchó el sonido inconfundible de una poderosa respiración. El ojo del perfil estaba cerrado; pero su párpado parecía temblar como un gran cortinaje, como si el monstruo estuviese a punto de despertar; una mano extendida, con dedos pálidos y azulados como filas de cadáveres, se retorcía inquieta sobre las losas del castillo.

Un terror insuperable le apresó, pero ni siquiera ese terror podía inducirle a volver a los apestosos sótanos que había dejado atrás. Con unas dudas y un miedo infinitos, escapó de la esquina, manteniéndose dentro de la zona de sombras de ébano que flanqueaban los muros del castillo. Al marchar, contempló por un momento, a través de los engañosos velos de vapor, la cama en que la forma marchita de Nathaire estaba tumbada, pálida y sin movimiento. Parecía como si el enano hubiese muerto, o hubiese caído en el letargo que precede a la muerte. Entonces, las voces corales, gritando su terrible encantamiento, se elevaron aún más en un triunfo satánico; los vapores se desvanecieron como una nube nacida en el infierno, revolviéndose en torno a los brujos con la forma de pitones, y ocultando de nuevo la oriental cama y a su ocupante, quien parecía un cadáver.

El peso de un interminable infortunio oprimía el aire. Gaspard sintió que la terrible transmigración, invocada e implorada con liturgias blasfemas en continuo aumento, estaba a punto de suceder.., o quizá ya había sucedido. Pensó que el gigante que respiraba se había revuelto, como alguien que tiene el sueño ligero.

Pronto, la masa tumbada, inmensa y enorme, se interpuso entre Gaspard y los nigromantes que cantaban. No le habían visto, y ahora se atrevió a salir corriendo, alcanzando el patio sin ser molestado ni perseguido. A partir de ahí, sin volver la vista, escapó como alguien a quien persiguen los demonios, atravesando las empinadas cuestas llenas de barrancos, debajo de Ylourgne.

VII: LA LLEGADA DEL COLOSO

Después del fin del éxodo de los zombies, un terror universal todavía prevalecía: una extensa sombra de recelo infernal y funeral, que caía estancada sobre Averoigne. Había extrañas señales de desastres en la apariencia de los cielos: meteoros de roja estela habían sido vistos cayendo más allá de las colinas del este; un cometa, en el lejano sur, había apagado las estrellas con su estela luminosa durante varias noches, para después desvanecerse dejando entre los hombres la profecía de la ruina y la pestilencia que habrían de venir. Durante el día, el aire era bochornoso y agobiante, y el cielo azul estaba calentado como al rojo vivo. Nubes de tormenta, oscuras y concentradas, agitaban sus lanzas fulgurantes en el horizonte lejano, como un ejército invasor de titanes. Una melancolía, como la que los hechizos de los magos producen, estaba extendida entre el ganado. Todos estos signos y prodigios eran un peso añadido sobre los oprimidos espíritus de los hombres, quienes iban de un lado para otro con un miedo diario de los preparativos y maquinaciones ocultas del Infierno.

Pero, hasta la salida propiamente dicha de la amenaza incubada, nadie, excepto Gaspard do Nord, tenía el conocimiento de cuál era su verdadera forma. Y Gaspard, escapando precipitadamente hacía Vyones, bajo la luna gibosa, y temeroso de escuchar en cualquier momento las pisadas de un perseguidor de tamaño colosal detrás de él, había pensado que era del todo inútil dar un aviso a los pueblos y aldeas que quedaban en la dirección de su fuga. ¿Dónde, en verdad —incluso con un aviso—, podían los hombres tener la esperanza de esconderse de esa cosa temible, engendrada por el Infierno de un osario violado, que saldría como un muerto viviente para desencadenar su cólera estruendosa sobre un mundo pisoteado?

Así, durante esa noche y el día siguiente, Gaspard du Nord, con el barro seco del calabozo sobre su indumentaria desgarrada por las espinas. avanzó como un loco por los elevados bosques infestados de hombres lobos y bandidos. La luna, poniéndose por el oeste, parpadeó ante sus ojos a través de los troncos de los árboles, lóbregos y retorcidos, mientras corría; y el alba le alcanzó con sus pálidos rayos como flechas penetrantes. La luna derramó sobre él su blanco bochorno, como metal calentado en un horno sublimado en luz. Y la porquería coagulada que se pegaba a sus prendas se convirtió de nuevo en barro por efecto de su propio sudor. Pero todavía continuó su marcha de pesadilla, mientras que un vago plan, aparentemente sin esperanza, tomaba forma en su mente.

En el intervalo, varios monjes de la hermandad cisterciense, vigilando las murallas grises de Ylourgne, a primera hora de la mañana en su guardia habitual, fueron los primeros, después de Gaspard, en mirar el monstruoso horror creado por los nigromantes. Su informe podía estar algo teñido de exageraciones piadosas, pero juraron que el gigante se elevó abruptamente, levantando su cintura a la altura de las ruinas de la tronera, entre un repentino restallar de fuegos de larga lengua y un retorcerse de oscuros humos que salían en erupción de Ylourgne. La cabeza del gigante estaba a la misma altura que el piso superior del calabozo, y su brazo derecho, extendido, descansaba como una barrera de nubes tormentosas contra el sol que acababa de salir.

Los monjes cayeron gimoteando de rodillas, creyendo que el Archienemigo en persona había llegado, utilizando Ylourgne como pasaje desde el abismo. Entonces, a través del valle, que tenía millas de anchura, escucharon una carcajada de risa monstruosa; y el gigante, saltando sobre el terraplén de la barbacana de un solo paso, comenzó a descender por la desigual y escarpada colina.

Cuando se aproximó, saltando de loma en loma, sus rasgos eran, de una manera manifiesta, los de algún gran demonio inflamado por la ira y la malicia contra los hijos de Adán. Su pelo, en mechones enmarañados, le caía por detrás como un amasijo de negras pitones; su piel desnuda estaba lívida y pálida y mortecina, como la piel de los muertos; pero, debajo de ella, los portentosos músculos de un titán se agitaban y movían. Los ojos, saltones y brillantes, resplandecían como calderos descubiertos calentados por algún insondable abismo.

El rumor de su llegada se extendió como una tormenta de terror a través del monasterio. Muchos de entre los hermanos, considerando la prudencia la parte más positiva del fervor religioso, se ocultaron en las bodegas de piedra y en los sótanos. Otros se agazaparon en sus celdas, murmurando y chillando plegarias incoherentes a todos los santos. Todavía otros, los más valientes, se retiraron en grupo a una capilla y se arrodillaron, en oración solemne, ante el gran crucifijo de madera.

Sólo Bernard y Stéphane, ahora algo recobrados de su terrible paliza, se atrevieron a vigilar el avance del gigante. Su horror aumentó de forma inenarrable cuando descubrieron en las colosales facciones un extraordinario parecido con los rasgos del malvado enano que había presidido las oscuras actividades malditas de Ylourgne; y la risa del coloso, mientras descendía valle abajo, era como un eco traído por la tormenta de las infames risotadas que les habían perseguido durante su ignominiosa fuga de la fortaleza maldita. A Bernard y Stéphane, sin embargo, les pareció que el enano, quien era en realidad un demonio, había elegido manifestarse con su verdadera forma.

Parándose en el fondo del valle, el gigante miró al monasterio con sus ojos ardientes a la altura de la ventana desde la cual Stéphane y Bernard espiaban. Se rió de nuevo —una risa terrible como un terremoto subterráneo— e inclinándose, tomó un montón de pedrejones como si fuesen guijarros, y procedió a apedrear el monasterio. Los pedruscos chocaron contra los muros, como si hubiesen sido arrojados por una poderosa catapulta, pero el sólido edificio aguantó aunque fuese terriblemente agitado.

Entonces, con las dos manos, el coloso arrancó una inmensa roca que estaba profundamente hundida en el suelo de la colina, y, levantándola, la arrojó contra los inquebrantables muros. La tremenda masa rompió una pared entera de la capilla, y aquellos que se habían agrupado ahí fueron encontrados más tarde machacados en una pulpa sanguinolenta, entre las astillas de su Cristo tallado.

Después de eso, como desdeñando divertirse más con una presa tan insignificante, el coloso dio la espalda al pequeño monasterio y, como un Goliat engendrado por demonios, fue rugiendo valle abajo adentrándose en Averoigne.

Mientras se marchaba, Bernard y Stéphane, que aún vigilaban desde su ventana, vieron algo en lo que no habían reparado antes: una enorme cesta, hecha de tablazón, que colgaba, suspendida con sogas, entre los hombros del gigante. En la cesta, diez hombres —los pupilos y ayudantes de Nathaire— estaban siendo transportados como si fuesen muñecos o marionetas a la espalda de un buhonero.

En torno a los vagabundeos subsiguientes y a las depredaciones del coloso, se contaron cien leyendas durante mucho tiempo a lo largo de Averoigne. Cuentos de un horror que no tiene igual, unos caprichos diabólicos sin paralelo en toda la historia de aquella tierra infestada de demonios.

Los cabreros de las colinas debajo de Ylourgne le vieron acercarse, y escaparon junto con sus ágiles rebaños a los riscos más altos. A ésos les dedicó poca atención, limitándose a pisotearles como escarabajos cuando no conseguían apartarse de su camino. Siguiendo el arroyo de montaña que era la fuente del gran río Isoile, llegó al borde del gran bosque, y allí arrancó un pino recio y antiguo con sus propias manos, y, dándole forma de porra, lo llevó a partir de entonces.

Con esta cachiporra, más pesada que un ariete, machacó, hasta convertirla en ruinas amorfas, una ermita que estaba junto al camino en el bosque. Un villorrio se cruzó en su camino. y pasó a través de el, hundiendo sus techos, derribando las paredes y aplastando a los habitantes bajo sus pies.

De acá para allá, en un loco paroxismo de destrucción, como un cíclope borracho de muerte, vagabundeó durante todo el día. Hasta las bestias salvajes del bosque escapaban de él presas del miedo. Los lobos, en mitad de su cacería, abandonaban la presa y se escondían, aullando lastimeramente a causa del terror, en sus rocosos cubiles. Los salvajes perros negros de caza del bosque no estaban dispuestos a hacerle frente, y se escondían gimoteando en las perreras.

Los hombres escucharon su poderosa carcajada, sus gritos como de tormenta; le vieron acercarse a una distancia de muchas leguas, y escaparon o se escondieron tan bien como fueron capaces. Los señores de los castillos con foso llamaron a sus soldados, levantaron sus puentes levadizos y se prepararon como para el asedio de un ejército. Los campesinos se escondieron en las cavernas, en las bodegas, en pozos viejos, incluso debajo de montones de paja, con la esperanza de que pasara de largo sin fijarse. Las iglesias estaban repletas de refugiados que buscaban la protección de la cruz, considerando que Satanás en persona, o alguno de sus lugartenientes más destacados, se había alzado para asolar la región y convertirla en un desierto.

Con una voz como un trueno de verano, locas maldiciones, obscenidades y blasfemias impensables eran pronunciadas sin cesar por el gigante mientras se dirigía de un lado para otro. La gente le escuchó dirigirse a la camada de figuras vestidas de negro que portaba en sus espaldas en tonos de reproche o explicación como los de un maestro que se dirige a sus alumnos. Quienes habían conocido a Nathaire reconocieron el increíble parecido de las facciones hinchadas con las suyas. Un rumor corrió de que el brujo enano, gracias a su despreciable lazo con el Adversario, había conseguido transmitir su alma odiosa a esa forma titánica; y, llevando a sus discípulos con él, había regresado para desencadenar una ira insaciable, un rencor sin fondo contra el mundo que se había burlado de él por su pequeño tamaño y le había despreciado por su brujería. También se rumoreaba la génesis en el osario del monstruoso avatar; y lo cierto es que se decía que el coloso había proclamado abiertamente su identidad.

Resultaría aburrido hacer mención explícita de todas las barbaridades, de todas las atrocidades que fueron atribuidas al gigante merodeador. Hubo personas —se dice que principalmente mujeres y sacerdotes— a quienes atrapó mientras escapaban, y descuartizó miembro a miembro como un niño haría con un insecto... Y hubo cosas peores que no serán mencionadas en esta crónica.

Muchos testigos oculares vieron cómo dio caza a Pierre, el señor de La Frênaie, quien había salido con sus hombres y su jauría para dar caza a un noble ciervo en un bosque cercano. Alcanzando a caballo y jinete, los levantó con una sola mano y, llevándolos por alto mientras andaba por encima de la copa de los árboles, los arrojó contra las murallas del castillo de La Frênaie mientras pasaba. Entonces, alcanzando al ciervo rojo que Pierre había cazado, lo arrojó detrás de ellos, y las enormes manchas de sangre producidas por el impacto de  los cuerpos permanecieron largo tiempo sobre las piedras del castillo, y nunca fueron lavadas del todo por las lluvias del otoño y las nieves del invierno.

Se contaron también historias innumerables de actos de sacrilegio y profanación cometidos por el coloso: la virgen de madera que arrojó al Isoile, cerca de Ximes, atada con las entrañas humanas al cuerpo en descomposición, y vestido con cota de malla, de un famoso forajido; los cadáveres llenos de gusanos que sacó con las manos de tumbas sin consagrar y arrojó al patio de la abadía benedictina de Périgon; enterró la iglesia de Santa Zenobia, junto con sus sacerdotes y congregación, bajo una montaña de abono conseguida con todos los estercoleros de las granjas vecinas.

VIII: EL DERRIBO DEL COLOSO

Adelante y atrás, siguiendo un curso irregular de borracho, en zigzag, el gigante anduvo sin pausa de un confín a otro del reino asolado, como un energúmeno poseído por un demonio implacable de maldad y muerte, dejando detrás de él, como un segador con su guadaña una extensión de eterna ruina, rapiña y carnicería. Y cuando el sol, ennegrecido por el humo de las aldeas en llamas, se hubo puesto rojizo más allá del bosque, los hombres todavía le veían moviéndose en el crepúsculo, y escuchaban el temblor portentoso de su risa loca y tormentosa.

Aproximándose a las puertas de Vyones al ponerse el sol, Gaspard du Nord vio detrás de él, a través de claros en el antiguo bosque, los lejanos hombros y cabeza del temible coloso, quien se movía a lo largo del río Isoile, deteniéndose a ratos entretenido en algún acto horrible.

Aunque insensible a causa de la debilidad y el cansancio, Gaspard aumentó el paso. No creía, sin embargo, que el monstruo intentara invadir Vyones, el objetivo principal del odio y la malicia de Nathaire, antes del día siguiente. El alma malvada del hechicero enano, exultante en su total capacidad para el daño y la destrucción, retrasaría el acto que coronaría su venganza, y continuaría aterrorizando durante la noche las aldeas vecinas y los distritos rurales.

A pesar de sus harapos y de su suciedad, que le volvían prácticamente irreconocible y le daban un aspecto sospechoso, Gaspard fue admitido sin preguntas por los guardias en la puerta de la ciudad. Vyones ya estaba abarrotada con gente que había escapado al santuario de sus sólidas murallas desde el campo adyacente, y a nadie, ni siquiera a los personajes de peor catadura, se le denegaba la entrada. Sobre las murallas había filas de arqueros y alabarderos agrupados y listos para impedir la entrada al gigante. Había hombres armados con ballestas situados sobre las puertas, y catapultas colocadas a cortos intervalos a lo largo de todo el circuito de las murallas. La ciudad bullía y zumbaba como una colmena agitada.

La histeria y el pandemónium prevalecían en las calles. Caras pálidas y presas del pánico remolineaban por todas partes en una corriente sin destino. Antorchas que corrían llameaban dolorosamente en un crepúsculo que se volvía más profundo como alas de sombras inminentes surgidas del averno. En la oscuridad se coagulaba un miedo intangible, con redes de una opresión asfixiante. En medio de todo este revuelo de desorden salvaje y de locura, Gaspard, como un nadador agotado pero que se niega a rendirse braceando sobre una ola de eterna pesadilla visceral, se abrió camino lentamente hasta sus alojamientos del ático.

Después, apenas podía recordar haber comido y bebido. Agotado más allá de los límites del aguante físico y espiritual, se arrojó sobre su lecho sin quitarse sus vestiduras rígidas de barro, y durmió empapado hasta una hora a medio camino entre la medianoche y el amanecer.

Se despertó cuando los rayos de la gibosa luna, pálidos como la muerte, brillaron sobre él desde su ventana, y, levantándose, empleó el resto de la noche en ciertos preparativos ocultos que, según él, ofrecían la única posibilidad de hacer frente al monstruo demoniaco que había sido creado y animado por Nathaire.

Trabajando febrilmente a la luz de la luna del oeste y una única débil vela, Gaspard reunió varios ingredientes de uso alquímico común que él poseía, e hizo de éstos un compuesto, a través de un proceso largo y cabalístico, un polvo gris oscuro que había visto emplear a Nathaire en numerosas ocasiones. Él había razonado que el coloso, habiendo sido formado con la carne y la sangre de hombres muertos indebidamente levantados de sus tumbas, y dotado de energía solamente por el alma del hechicero muerto, estaría sujeto a la influencia de este polvo, que Nathaire había utilizado para hacer caer a los muertos resucitados. El polvo, si era arrojado en las fosas nasales de semejantes cadáveres, les hacía volver pacíficamente a sus tumbas y tumbarse de nuevo en el renovado reposo de la muerte.

Gaspard hizo una cantidad considerable de esta mezcla, porque un simple pellizco no sería suficiente para dormir a la gigantesca monstruosidad del cementerio. Su vela, que goteaba cera, fue apagada por la blanca alba cuando el terminaba la fórmula latina de temibles invocaciones de la cual extraería mucha de su eficacia. Él utilizó el hechizo con desgana, porque pedía la colaboración de Alastor y otros espíritus malignos. Pero sabía que no existía otra alternativa: la brujería había que afrontarla con brujería.

La mañana llegó con nuevos terrores a Vyones. Gaspard sintió, por medio de una especie de intuición, que el coloso vengativo, que se decía había vagabundeado con un vigor inhumano y una diabólica energía durante toda la noche a través de Averoigne, se acercaría a la odiada ciudad temprano en ese día. Su pensamiento resultó confirmado; porque apenas había terminado sus labores ocultas cuando escuchó un griterío creciente en las calles y, sobre el triste y agudo clamor de las voces asustadas, el lejano rugido del gigante.

Gaspard supo que no tema tiempo que perder, si iba a apostarse en un sitio desde donde arrojar con ventaja su polvo a las fosas nasales del gigante de cien pies. Ni los muros de la ciudad ni la mayoría de los campanarios de las iglesias eran lo suficientemente elevados para su propósito; y una breve reflexión le indicó que la gran catedral, levantándose en el corazón de Vyones, era el único lugar desde cuyo techo podía hacer frente al invasor con éxito. Estaba seguro de que los soldados en las murallas poco podrían hacer para impedir al monstruo la entrada y el ejercicio de su malévola voluntad. Ningún arma terrenal podría dañar a un ser de ese volumen y naturaleza; porque incluso un cadáver de tamaño normal, levantado de esta manera, podía ser cosido a flechazos o atravesado por media docena de picas sin frenar su progreso.

Apresuradamente, llenó un enorme saco de cuero con el polvo y, llevándolo a la cintura, se unió al agitado revoltijo de gente en la calle. Muchos estaban escapando a la catedral, buscando el refugio en su augusta santidad., y sólo tuvo que dejarse llevar por aquella corriente empujada por el miedo.

La catedral estaba repleta de fieles, y misas solemnes estaban siendo dichas por sacerdotes cuyas voces temblaban a veces por pánico interior. Sin que le prestase atención la multitud, lívida y desesperada, Gaspard encontró un tramo de escaleras que conducían, tortuosamente, al techo de la alta torre vigilada por las gárgolas.

Aquí se apostó, agazapado detrás de la figura de piedra de un hipogrifo con cabeza de gato. Desde su posición ventajosa podía ver más allá de los campanarios y techos atestados, al gigante que se aproximaba, cuya cabeza y torso se levantaban sobre las murallas de la ciudad. Una nube de flechas, visible hasta a esa distancia, se levantó para recibir al monstruo, quien aparentemente ni siquiera se paró para arrancárselas del costado.

Grandes peñascos, arrojados por catapultas, eran como una llovizna de arenisca, y los pesados dardos de las ballestas, hundidos en su carne, no eran más que simples astillas.

Nada podía frenar su avance. Las diminutas figuras de una compañía de alabarderos, que le hacían frente sacando sus armas, fueron barridas de la puerta del este con un solo movimiento lateral del pino de setenta pies que usaba como bastón. Entonces, habiendo vaciado la muralla, el coloso trepó sobre ella entrando en Vyones.

Rugiendo, carcajeándose y riendo como un cíclope maníaco, recorrió calles estrechas entre casas que sólo alcanzaban su cintura, pisoteando sin misericordia a quienes no podían escapar a tiempo, y hundiendo los techos con terribles golpes de su bastón. Con un golpe de su mano izquierda, rompió los tejados que sobresalían y volcó los campanarios de las iglesias con sus campanas repicando en dolorosa alarma mientras caían. Un chillido lleno de pena y las lamentaciones de voces llenas de histeria acompañaban su paso.

Fue directo hacia la catedral, tal y como Gaspard había calculado, sintiendo que el elevado edificio sería el objetivo especial de su maldad.

Las calles estaban ahora vacías de gente, pero, como  para cazarlos y aplastarlos en sus escondites, el gigante  metió su bastón como un ariete a través de techos y ventanas al pasar. La ruina y el caos que dejaba eran indescriptibles.

Pronto, se irguió frente a la torre de la catedral en la cual Gaspard esperaba agazapado detrás de la gárgola.  Su cabeza estaba a la misma altura que la torre, y sus ojos ardían como pozos de azufre ardiente mientras se acercaba. Sus labios estaban separados sobre dientes como estalactitas en un gruñido odioso, y gritó con una voz que era como el retumbar de un trueno articulado en palabras:

—¡Eh! ¡Sacerdotes lloricas y devotos de un Dios  impotente! ¡Adelantaos y haced reverencias ante  Nathaire el maestro, antes de que él os barra al limbo!

Fue entonces cuando Gaspard, con un valor sin comparación, se levantó de su escondite y se plantó a la vista  del colérico gigante.

—Acercaos, Nathaire, si sois vos en verdad, vil ladrón de tumbas y de osarios —se burló—. Acercaos, pues con vos querría platicar.

Un gesto de monstruosa sorpresa apagó la cólera diabólica de las facciones colosales. Mirando fijamente a Gaspard, como presa de la duda o de la incredulidad, el  gigante bajó su bastón levantado y se acercó a la torre,  hasta que su rostro estuvo sólo a unos pies del intrépido estudiante. Entonces, cuando aparentemente se había convencido de la identidad de Gaspard, la expresión de cólera maníaca volvió, inundando sus ojos con un fuego tartáreo y retorciendo sus facciones en una máscara de  malignidad Su brazo izquierdo se levantó en un arco prodigioso, con dedos que se retorcían colocados horriblemente por encima de la cabeza del joven, proyectando una sombra negra como un buitre contra el sol del mediodía. Gaspard vio las caras blancas, sorprendidas, mirando por encima de su hombro desde la cesta de madera.

—¿Eres tú, Gaspard, mi discípulo rebelde? —rugió el coloso tormentosamente—. Pensé que estabas pudriéndote en el calabozo debajo de Ylourgne... ¡Y ahora te encuentro colgado en la cima de esta maldita catedral que estoy a punto de demoler!... Hubieras sido más sabio quedándote donde yo te dejé, mi buen Gaspard.

Mientras hablaba, su aliento era como un vendaval que se cernía sobre el estudiante. Sus vastos dedos, con uñas negras como palas, revoloteaban sobre él con una amenaza de ogro. Gaspard había aflojado furtivamente la bolsa de cuero que llevaba a la cintura, y había abierto su cuello. Ahora, mientras los dedos que se retorcían descendían hacia él, vació el contenido de la bolsa en el rostro del gigante, y el fino polvo, formando una nube gris, oscureció de su vista los labios burlones y las narices palpitantes.

Ansioso, vigiló el efecto, temiendo que el polvo fuese inútil, después de todo, contra las artes superiores y los recursos satánicos de Nathaire. Pero, milagrosamente, el brillo maligno murió en los ojos profundos como el abismo, mientras el monstruo inhaló la nube flotante. Su mano levantada, no acertando en su movimiento al joven agazapado, cayó sin vida en su costado. La cólera fue borrada de la poderosa máscara retorcida. como del rostro de un hombre muerto; el gran bastón cayó sobre la calle vacía con un crujido, y entonces, con pasos desiguales y adormilados, y con los brazos colgando descuidados, el gigante dio la espalda a la catedral y volvió sobre sus pasos a través de la ciudad devastada.

Hablaba solo, con un tono somnoliento, mientras andaba, y la gente que le escuchó juraba que el tono ya no era la voz terrible de Nathaire, inflada por el trueno, sino los tonos y acentos de una multitud de hombres, entre los cuales las voces de algunos de los muertos violados eran reconocibles.

Y la voz de Nathaire en persona, sin más volumen del que tuvo en vida, era a intervalos escuchada, a través de los múltiples murmullos, como protestando rabiosa.

Trepando sobre las murallas del este, como había entrado, el coloso fue de acá para allá durante muchas horas, no para dar salida a una cólera y un rencor infernales, sino buscando, como la gente pensó, las distintas tumbas para los centenares de personas que lo componían y que habían sido tan asquerosamente arrancadas de ellas. De osario en osario, de cementerio en cementerio, recorrió toda la región, pero no había tumba en lugar alguno en que el coloso pudiese descansar.

Entonces, hacia el atardecer, los hombres le vieron en la distancia recortándose contra el borde rojizo del cielo, cavando con sus manos en las blandas tierras arcillosas junto al río Isoile. Allí, en una tumba monstruosa que él mismo se fabricó, el coloso se tumbó y no volvió a levantarse. Los diez discípulos de Nathaire, se pensó, al no ser capaces de descender de su cesta, fueron aplastados bajo el enorme cuerpo, porque ninguno de ellos volvió a ser visto después.

Durante muchos días, nadie se atrevió a aproximarse al lugar donde el cadáver descansaba en la tumba sin cubrir que él mismo se había cavado. Y así, el monstruo se pudrió de una manera prodigiosa bajo el sol del verano, produciendo un fuerte hedor que trajo la peste a una parte de Averoigne. Y quienes se atrevieron a acercarse, el siguiente otoño, cuando el hedor hubo desaparecido, juraron que la voz de Nathaire, todavía protestando colérica, fue escuchada por ellos saliendo de la enorme masa infestada de cornejas.

De Gaspard du Nord, quien había sido el salvador de la provincia, fue contado que vivió con muchos honores hasta una edad madura, siendo el único hechicero de la región que nunca incurrió en la desaprobación de la Iglesia.

English original: El coloso de Ylourgne  (The Colossus of Ylourgne)

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